Hiperpolarización sin freno: el experimento riesgoso de radicalizar el mensaje político

Hiperpolarización sin freno: el experimento riesgoso de radicalizar el mensaje político

Por: Helios Ruiz

América Latina y gran parte del mundo atraviesan un fenómeno que cada vez resulta más evidente: la hiperpolarización política. No hablamos ya de diferencias ideológicas naturales dentro de cualquier democracia, sino de un proceso de radicalización de los discursos y mensajes políticos que rompe el diálogo, alienta el odio y siembra las condiciones para que la violencia se convierta en parte del escenario cotidiano. El problema es que la radicalización no se queda en la retórica; tarde o temprano, cruza la frontera hacia los hechos.

En Colombia lo hemos visto de manera dolorosa con el asesinato del precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay, baleado en junio de 2025 por un adolescente y fallecido semanas después, tras no superar las graves heridas recibidas. Un crimen político de esa magnitud no se explica únicamente por la acción de un atacante; se alimenta de un clima enrarecido donde el discurso agresivo, la deshumanización del adversario y la exaltación del odio se han normalizado. En Estados Unidos, el caso reciente del activista conservador Charlie Kirk, asesinado en una universidad de Utah mientras daba un discurso, confirma que la violencia política no distingue fronteras ni latitudes. Lo que en otros tiempos era un debate en el Congreso o en una plaza pública, hoy puede convertirse en un ataque mortal en cualquier foro.

La pregunta es inevitable: ¿qué sigue cuando la polarización no tiene límite? ¿Qué pasa cuando alguien siente que las palabras no bastan? La descalificación, el insulto, el descrédito ya no son suficientes. Entonces, lo que entra en escena son las balas, las bombas o los martillazos. A Donald Trump lo intentaron asesinar dos veces en menos de un año. Al gobernador de Pensilvania, Josh Shapiro, le lanzaron bombas molotov contra su casa mientras dormía con su familia. A Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes, se le metieron hasta la sala y golpearon brutalmente a su esposo con un martillo. Y ahora, a Charlie Kirk —una figura clave para entender cómo Trump conectó con el público joven conservador— lo mataron a tiros en plena universidad, frente a los mismos jóvenes que lo seguían. La imagen es sangrienta, pero también simbólica: es la evidencia de que la polarización política ya no se conforma con destruir reputaciones, sino que avanza hacia destruir vidas.

El fenómeno tiene causas claras. Los mensajes extremos ofrecen réditos inmediatos: fidelizan a las bases, capturan titulares y se multiplican en redes sociales gracias a algoritmos que premian la confrontación. A falta de credibilidad en las instituciones, muchos políticos optan por refugiarse en símbolos de identidad radicalizada, en esa peligrosa lógica de “nosotros contra ellos” que refuerza trincheras, pero destruye puentes. El resultado es que la conversación política se transforma en un campo de batalla donde lo que importa no es construir, sino aniquilar, al contrario.

Lo grave es que ese lenguaje abre la puerta a la violencia física. Cuando se repite que el adversario es un “enemigo del pueblo”, cuando se insiste en que el contrincante amenaza la existencia misma de la nación, se legitima la idea de que eliminarlo es un acto de justicia. Y cuando esa narrativa cala en jóvenes, seguidores radicales o fanáticos sin freno, los discursos se convierten en balas. No son casos aislados: la historia reciente muestra cómo el radicalismo verbal se convierte en antesala de tragedias humanas y democráticas.

La pregunta es ¿hacia dónde vamos si seguimos transitando este camino? El riesgo es evidente: la normalización del odio, el uso del miedo como herramienta de poder, el desprestigio absoluto de las instituciones y, en última instancia, una escalada de violencia que arrastre consigo la convivencia democrática. Lo que hoy parece un atentado aislado mañana puede desembocar en un ciclo más amplio de represión, autoritarismo o guerras sociales fragmentadas. Y lo más inquietante es que ya no se trata sólo de líderes políticos que se exceden en sus discursos: también hay una ciudadanía dispuesta a aplaudir la confrontación más feroz, como si se tratara de un espectáculo deportivo donde lo importante es derrotar al rival sin importar las consecuencias.

Frente a este panorama, la responsabilidad recae en quienes tienen un micrófono, una tribuna o una plataforma digital. Políticos, candidatos, funcionarios y líderes de opinión deben entender que el lenguaje no es inocuo. Modificar el tono, apostar por la claridad sin recurrir a la violencia verbal, asumir errores en lugar de culpar siempre al contrario, abrir espacios de escucha real y comprometerse a rechazar cualquier forma de violencia no son gestos menores: son acciones imprescindibles para rescatar la política de la espiral en la que se encuentra.

América Latina ha sobrevivido a dictaduras, crisis económicas y fracturas sociales profundas. Ha demostrado, una y otra vez, que puede reconstruir pactos de convivencia. Pero hoy enfrenta un reto distinto: el de rescatar la dignidad del lenguaje público para impedir que la palabra se convierta en pólvora. La hiperpolarización no es un espectáculo mediático, es un experimento riesgoso que amenaza la esencia misma de la democracia. Y si los líderes no asumen esta responsabilidad, si no detienen a tiempo el veneno del discurso radical, los próximos titulares no hablarán de elecciones o de debates, sino de funerales.




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