Las campañas políticas: el juego que pocos saben jugar
Por: Alberto Rivera
La política
es competencia, pero no una competencia simple. Es un juego complejo en el que
se cruzan intereses, percepciones, emociones y narrativas que se mueven en
paralelo. Las campañas no son únicamente ejercicios de comunicación: funcionan
como auténticos juegos estratégicos, donde cada actor mueve con intención, cada
mensaje altera el tablero y cada error tiene consecuencias que pueden definirse
en cuestión de horas. En este terreno, quien entiende la lógica del juego tiene
una ventaja que no se compra ni se improvisa.
En todo
juego estratégico, lo primero es comprender qué se está jugando realmente. En
una campaña, el juego no es solo conquistar votos. Es conquistar la percepción,
la narrativa, la legitimidad emocional y el sentido colectivo. El candidato que
reduce la contienda a números mientras su adversario trabaja con símbolos,
emociones e identidades corre con desventaja. La política moderna no la gana
quien más acciones realiza, sino quien mejor interpreta por qué la gente
reacciona como reacciona.
Luego están
los jugadores. La mayoría suele fijarse solo en lo visible —los nombres en la
boleta—, pero una campaña contemporánea también se decide entre jugadores
invisibles: liderazgos comunitarios, operadores territoriales, medios locales,
élites económicas, movimientos sociales, sindicatos, iglesias e incluso la
conversación digital.
Cada uno
influye a su manera, con fuerzas distintas, con agendas propias y con
mecanismos de presión que no siempre aparecen en las encuestas, pero que sí
mueven el ánimo social.
En este
juego, no todos los jugadores compiten con la misma lógica. Algunos juegan al ajedrez:
calculan tres movimientos por delante. Otros juegan póker: apuestan todo en una
señal de fortaleza. Y otros, simplemente, juegan a no perder.
Después
vienen las jugadas, esos movimientos que pueden modificar una contienda
completa. Una jugada no es un acto aislado: es un mensaje interpretado en un
contexto. Cada foto comunica. Cada silencio comunica. Cada recorrido deja una
huella emocional. Cada declaración construye o destruye la percepción.
Una campaña
puede perderse por una sola mala jugada —una frase impulsiva, una foto mal
encuadrada, una declaración que abre un flanco innecesario— o puede ganarse con
un golpe maestro en el momento adecuado: un mensaje certero, un símbolo
poderoso, un encuadre narrativo que ordena el caos emocional del electorado.
Pero ningún
juego existe sin reglas, y la política tiene dos tipos:
1. Las reglas formales: los tiempos electorales, la
fiscalización, los límites de propaganda, la normatividad, las etapas. Son
importantes, pero no lo determinan todo.
2. Las reglas informales: los códigos culturales
del territorio, las lealtades familiares, las heridas históricas, los símbolos
que representan dignidad o rechazo, los liderazgos a los que no se puede
ignorar. Estas reglas no están escritas, pero pesan más en la decisión del voto
que cualquier lineamiento legal.
El candidato que domina la ley, pero no la cultura
política, juega en desventaja.
El que
entiende la identidad, el ritmo, el tono y la sensibilidad del territorio juega
con ventaja.
La
ciudadanía no vota por quien cumple las reglas; vota por quien le hace sentido.
Luego está
el árbitro. En teoría, es la autoridad electoral. En la práctica, el arbitraje
es múltiple: los medios, las redes, las conversaciones digitales y
presenciales, los líderes de opinión y la presión social.
El árbitro
moderno no solo vigila, sino que también interpreta, amplifica y sanciona. Una
crisis mal gestionada puede derrumbar una estrategia; una validación social
puede elevarla más que cualquier spot.
Finalmente
llega la estrategia, el elemento que distingue a quienes solo participan de
quienes realmente compiten. La estrategia no es hacer mucho; es hacer lo que
corresponde. La estrategia es saber cuándo avanzar, cuándo contener, cuándo
confrontar y cuándo dejar que el rival se desgaste solo. Es leer el territorio
como un mapa emocional más que como una hoja de cálculo.
Una campaña
inteligente no busca parecer fuerte; busca volverse inevitable.
No compite
por saturar espacios; compite por apropiarse del sentido.
No se
obsesiona con responder a ataques; decide qué ataques merecen respuesta.
Las
campañas son, sí, juegos estratégicos.
Pero no son
juegos menores. Son juegos que definen el rumbo de comunidades enteras, que
mueven emociones profundas y activan esperanzas reales. En ellas, el candidato
no solo juega por sí mismo: juega por la posibilidad de transformar —o de
empeorar— la vida de miles de personas.
Y, como en
todo juego complejo, no gana quien se mueve más, sino quien se mueve mejor.
Esa es la
diferencia entre participar… y construir victoria.


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