Control de la atención, ¿la nueva democracia?
Por: @OrlandoGoncal
Las campañas electorales dejaron (hace
mucho) de ganarse con argumentos. Se ganan con narrativas; por ello no gana
quien propone más, sino quien emociona más.
Lo anterior nos lleva a una verdad que
para algunos aun es difícil de asimilar, pero la realidad de hoy día es que el
votante promedio (es decir, la mayoría) busca la confirmación de sus creencias
y deseos, antes que la verdad.
Lo anterior ha hecho que la política haya
evolucionado de los argumentos pragmáticos y/o ideológico a lo emocional; por
lo tanto, el manejo (y manipulación) de las emociones ayuda a los actores
políticos (candidatos, gobernantes, partidos políticos) a construir una
identidad, pasando las propuestas a un segundo plano, y por lo tanto los
electores votan por quienes les refuerzan el sentido de pertenencia.
Esto está transformando la política, pues
en vez de ser esta diálogos y debates, pasa a ser identidad, así que la
política se convierte en un espejo, donde los líderes políticos buscan que los
electores se vean reflejados, reforzando así sus creencias.
Con el preámbulo anterior, se pudiera
decir que la verdadera elección ocurre mucho antes del ejercicio del voto, pues
quienes controlan la atención por medio de la narrativa, controlan la agenda de
la discusión pública. Esto hace entonces que lo que se va instalando en la
mente de los ciudadanos sea lo que esté sobre el tapete mediático.
Todo lo anterior se ve reforzado cuando la
difusión de las narrativas electorales ocurre predominantemente en redes
sociales y plataformas digitales. El argumento aquí es que la tecnología no es
neutral, pues los algoritmos responden a intereses políticos y económicos de
los nuevos tecnofeudalistas.
Los algoritmos de las plataformas están
diseñados para maximizar la permanencia del usuario en estas, no para ofrecer
una verdad equilibrada; mostrándole al votante más de lo que ya cree, es decir,
creando espejos.
Como consecuencia, se tiene entonces una
atrofia en la capacidad de escucha, con lo cual se polariza el electorado, ya
que el votante rara vez se expone a argumentos o hechos que contradigan su
narrativa preferida. La “verdad” es lo que el algoritmo le confirma
constantemente.
Ante esto, la política ha adoptado la
lógica del entretenimiento. Los candidatos se convierten en personajes y las
propuestas en guiones, con lo cual el debate complejo y matizado es sacrificado
por la frase corta, pegadiza y emocional, ideal para compartirse y volverse
viral.
Es así como los líderes políticos pasan
más tiempo en la gestión de su imagen (su performance y puesta en escena) que
en la elaboración de políticas públicas. La credibilidad se basa en la
“autenticidad percibida” de su emoción (su rabia, su esperanza, su desdén,
etcétera), y no en la solidez de su plan de gobierno. El sentimiento que
proyectan se vuelve más importante que su gestión.
La política de hoy día es una batalla por
el ancho de banda mental de los electores. No se trata de quién tiene los
mejores argumentos para resolver los problemas, sino de quién logra capturar la
atención del electorado, convirtiendo la contienda en una proyección de espejos
donde el candidato es el reflejo amplificado de las frustraciones y los anhelos
del votante.
Ahora, esto está teniendo consecuencia
riesgosa para las democracias, pues se está ante la evasión de la
responsabilidad cívica. Al votar por un sentido de pertenencia o por una
emoción reconfortante, el elector renuncia al riguroso y, a menudo, incómodo
trabajo de evaluar la complejidad de la realidad. El voto se convierte en un
acto de fe identitaria, no en un juicio pragmático sobre la gobernanza.
La máxima es clara: quienes controlan lo
que pensamos, controlan por quién votamos. Romper este círculo vicioso requiere
una nueva forma de alfabetización mediática y emocional. La verdadera
resistencia democrática hoy no es solo la protesta en las calles, sino la
búsqueda activa y crítica de la verdad más allá del simple clic. Así que,
mientras el electorado no se haga cargo de su propia atención, seguirá votando
por lo que se le muestra, y no por lo que realmente importa y necesita el
conglomerado social.
El verdadero desafío democrático no reside
solo en que los políticos presenten mejores propuestas, sino en que la
ciudadanía recupere su autonomía y capacidad de desatender. Desatender el
ruido, el drama, la indignación prefabricada. Si la elección se gana
controlando la atención, la única vía para que los argumentos recuperen su
poder es que los ciudadanos aprendan a redirigirla conscientes e intencionalmente.