Entre percepción y realidad: el poder de creer que todo va bien
México vive
en una paradoja: los indicadores económicos y sociales siguen mostrando
profundas desigualdades, pero la presidenta conserva una aprobación que
sorprende incluso a sus críticos. No es un fenómeno nuevo ni exclusivo de
nuestro país, pero sí dice mucho sobre cómo funcionan hoy el poder, la
percepción y la comunicación.
Karl Marx
explicaba que toda sociedad se sostiene en una estructura —la base económica,
las relaciones de trabajo y la distribución de la riqueza—, y sobre ella se
levanta una superestructura: el conjunto de ideas, leyes, medios y creencias
que legitiman ese orden. En México, esa superestructura se expresa en
narrativas políticas que conectan con la emoción popular: la idea de que el
poder ahora “está con el pueblo”, de que hay cercanía, justicia social y
voluntad de cambio.
Esa
narrativa funciona porque responde a una necesidad emocional: la gente quiere
creer que su esfuerzo tiene sentido, que el país avanza y que el gobierno la
ve, la escucha y la atiende. La superestructura no solo comunica acciones; crea
símbolos, y los símbolos generan identidad y pertenencia. Cuando se entrega una
beca, una pensión o se inaugura una obra, el mensaje trasciende el hecho
económico: se convierte en prueba tangible de que el Estado está presente.
Daniel
Kahneman, premio Nobel de Economía, explicó que las personas no interpretamos
el mundo desde la razón, sino desde dos sistemas mentales: el rápido, emocional
e intuitivo (Sistema 1), y el lento, racional y analítico (Sistema 2).
La política
moderna, especialmente la comunicación presidencial, opera con maestría sobre
el primero. El discurso cotidiano, los mensajes en redes, los programas
sociales, la narrativa del “humanismo mexicano”: todo apela a la emoción
inmediata. La mente colectiva responde al símbolo, no al dato.
Así,
mientras la estructura sigue enfrentando problemas de productividad,
informalidad y concentración de riqueza, la superestructura política proyecta
eficacia, empatía y moralidad. La gente no solo evalúa resultados; evalúa
intenciones y significados. Y en un país con una historia larga de abandono, la
percepción de cercanía y compromiso pesa más que las cifras macroeconómicas.
La alta
aprobación presidencial es, entonces, la combinación de tres factores:
- Un
discurso moralizante y emocional, que transforma políticas en gestos
simbólicos.
- Una
comunicación política eficaz, que mantiene presencia constante y define el
marco de interpretación de la realidad.
- Una
psicología colectiva que busca estabilidad, más que cambio estructural.
En el
fondo, seguimos atrapados entre la estructura que no cambia y la
superestructura que promete que ya cambió todo. Es una tensión vieja: la de
creer que el relato puede más que la realidad. Pero la historia enseña que,
tarde o temprano, las fuerzas productivas y las relaciones sociales exigen
ajustes.
México no
es inmune a ese ciclo. Hoy la narrativa oficial tiene el control del
significado, pero el reto está en que las transformaciones simbólicas se
traduzcan en transformaciones estructurales.
De lo
contrario, seguiremos viviendo bajo el poder más sutil de todos: el poder de
creer que todo va bien.