Entre percepción y realidad: el poder de creer que todo va bien

Entre percepción y realidad: el poder de creer que todo va bien

Por: Alberto Rivera

México vive en una paradoja: los indicadores económicos y sociales siguen mostrando profundas desigualdades, pero la presidenta conserva una aprobación que sorprende incluso a sus críticos. No es un fenómeno nuevo ni exclusivo de nuestro país, pero sí dice mucho sobre cómo funcionan hoy el poder, la percepción y la comunicación.

Karl Marx explicaba que toda sociedad se sostiene en una estructura —la base económica, las relaciones de trabajo y la distribución de la riqueza—, y sobre ella se levanta una superestructura: el conjunto de ideas, leyes, medios y creencias que legitiman ese orden. En México, esa superestructura se expresa en narrativas políticas que conectan con la emoción popular: la idea de que el poder ahora “está con el pueblo”, de que hay cercanía, justicia social y voluntad de cambio.

Esa narrativa funciona porque responde a una necesidad emocional: la gente quiere creer que su esfuerzo tiene sentido, que el país avanza y que el gobierno la ve, la escucha y la atiende. La superestructura no solo comunica acciones; crea símbolos, y los símbolos generan identidad y pertenencia. Cuando se entrega una beca, una pensión o se inaugura una obra, el mensaje trasciende el hecho económico: se convierte en prueba tangible de que el Estado está presente.

Daniel Kahneman, premio Nobel de Economía, explicó que las personas no interpretamos el mundo desde la razón, sino desde dos sistemas mentales: el rápido, emocional e intuitivo (Sistema 1), y el lento, racional y analítico (Sistema 2).

La política moderna, especialmente la comunicación presidencial, opera con maestría sobre el primero. El discurso cotidiano, los mensajes en redes, los programas sociales, la narrativa del “humanismo mexicano”: todo apela a la emoción inmediata. La mente colectiva responde al símbolo, no al dato.

Así, mientras la estructura sigue enfrentando problemas de productividad, informalidad y concentración de riqueza, la superestructura política proyecta eficacia, empatía y moralidad. La gente no solo evalúa resultados; evalúa intenciones y significados. Y en un país con una historia larga de abandono, la percepción de cercanía y compromiso pesa más que las cifras macroeconómicas.

La alta aprobación presidencial es, entonces, la combinación de tres factores:

  1. Un discurso moralizante y emocional, que transforma políticas en gestos simbólicos.
  2. Una comunicación política eficaz, que mantiene presencia constante y define el marco de interpretación de la realidad.
  3. Una psicología colectiva que busca estabilidad, más que cambio estructural.

En el fondo, seguimos atrapados entre la estructura que no cambia y la superestructura que promete que ya cambió todo. Es una tensión vieja: la de creer que el relato puede más que la realidad. Pero la historia enseña que, tarde o temprano, las fuerzas productivas y las relaciones sociales exigen ajustes.

México no es inmune a ese ciclo. Hoy la narrativa oficial tiene el control del significado, pero el reto está en que las transformaciones simbólicas se traduzcan en transformaciones estructurales.

De lo contrario, seguiremos viviendo bajo el poder más sutil de todos: el poder de creer que todo va bien.

 

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