Michel Barnier (La Tonche, 73 años) pasará a la historia como el primer ministro de mayor edad de la V República Francesa, pero también como el más efímero. Su breve paso por el cargo se convierte en una metáfora de la política contemporánea, donde la rapidez y la implacabilidad del sistema no se detienen ante la trayectoria ni el historial de un político. A pesar de sus logros, como la organización de los Juegos Olímpicos de Invierno de 1992 y su papel clave como negociador del Brexit, Barnier fue consumido por las tensiones internas del país en cuestión de meses, siendo derrocado por una moción de censura impulsada con la intención de afectar al presidente Emmanuel Macron.
Barnier, reconocido por su capacidad diplomática y su carácter europeo, decidió aceptar en septiembre el reto de Macron: intentar sanar las divisiones en un Parlamento francés profundamente polarizado. A lo largo de su carrera, Barnier nunca imaginó que su desafío se vería marcado por una Francia dividida, que había vivido años de protestas y crecientes tensiones, y por una Asamblea Nacional fracturada en tres bloques principales.
Al llegar a Matignon, sede del Gobierno, Barnier no fue capaz de captar la magnitud del descontento popular ni la compleja situación política. Se mostró confiado, pensando que su experiencia y habilidad para negociar serían suficientes para superar los obstáculos. Su primer acto oficial, un encuentro con su antecesor, Gabriel Attal, estuvo lleno de comentarios desafortunados y un tono que no pasó desapercibido, especialmente al referirse a su corto tiempo en el cargo.
Sin embargo, Barnier no comprendió que, a estas alturas, el poder en Francia ya estaba en manos de la ultraderecha de Marine Le Pen y su partido, el Reagrupamiento Nacional. La descomposición política de la Asamblea Nacional dejaba al primer ministro a merced de los 143 diputados de la ultraderecha, quienes rápidamente empezaron a influir en sus decisiones. Para ganarse su apoyo, Barnier adoptó una serie de medidas extremas, como nombrar a un ministro del Interior ultraconservador, Bruno Retailleau, y anunciar una estricta ley de inmigración, mientras buscaba el respaldo de Le Pen en Matignon.
Pese a sus esfuerzos, Barnier nunca fue visto como un interlocutor válido para los opositores que lo destituyeron. La moción de censura que finalmente lo derribó se produjo tras la activación del artículo 49.3 de la Constitución, que le permitió aprobar medidas clave, pero también significó su caída. En la práctica, su gobierno fue un simulacro: con medidas importantes en marcha, incluido un presupuesto destinado a reducir el déficit en 60.000 millones de euros, pero con una fecha de caducidad escrita desde el principio.
El destino de Barnier, marcado por su rápido ascenso y caída, ilustra la brutalidad del actual panorama político francés, donde la búsqueda de poder, la fragmentación y la polarización lo han dejado fuera del juego, mientras Macron sufre las consecuencias de sus propios errores.
Fuente: El País