Gobernar sin poder

Gobernar sin poder

Por: Alberto Rivera

En la era de la desconfianza, el poder ya no se ejerce imponiendo, sino persuadiendo. Gobernar dejó de ser un acto de autoridad para convertirse en una prueba de legitimidad.

Decía Porfirio Díaz que era más difícil gobernar a los mexicanos que arrear guajolotes a caballo. La frase, más que un chiste histórico, encierra una verdad incómoda: gobernar siempre ha sido una tarea ingrata, pero en estos tiempos parece un acto casi heroico. Lo es no solo por la magnitud de los problemas, sino también por la fragilidad de las virtudes públicas y la fuerza de los vicios privados. Gobiernos van y vienen, pero el desafío de ejercer el poder con legitimidad, eficacia y sentido moral sigue siendo el mismo, aunque hoy se presente bajo nuevas máscaras.

Gobernar se ha vuelto más difícil porque los tiempos cambiaron y muchos gobernantes no lo entendieron. El poder dejó de ser vertical, absoluto o incontestable. Ya no basta con mandar ni con imponer; ahora hay que persuadir, negociar y construir acuerdos. En la democracia, el poder es un tejido de equilibrios y quien no sabe hilarlo termina enredado en él. No se gobierna desde el escritorio ni con decretos; se gobierna escuchando, dialogando, compartiendo la responsabilidad con una sociedad que exige, observa, critica y, cada vez más, desconfía.

Durante décadas se creyó que la democracia sería la respuesta a todos los males. Que, al abrir las puertas a la participación ciudadana, el bienestar llegaría por añadidura. Sin embargo, el paso de los años demostró que el voto no garantiza sabiduría ni virtud. Las instituciones se fortalecieron, pero el liderazgo se debilitó. La globalización y la revolución tecnológica prometieron progreso, pero también trajeron incertidumbre, desigualdad y una velocidad que los gobiernos aún no saben manejar. Gobernar en este mundo hiperconectado implica enfrentar crisis simultáneas: sociales, económicas, ambientales y emocionales.

Y mientras el entorno se complica, los vicios internos del poder no desaparecen: la soberbia, la simulación, la corrupción, la omisión. No hay crisis global que justifique la falta de carácter. Gobernar mal no siempre es culpa de factores externos; muchas veces es el resultado de la distancia entre la vocación de servir y el deseo de conservar el poder. Esa distancia se nota, se siente y se paga. Porque la gente ya no se conforma con promesas: exige resultados, transparencia y empatía.

Hoy, más que nunca, gobernar implica navegar entre la presión de los intereses y la impaciencia de la ciudadanía. Cada decisión se analiza, comparte, debate y juzga en tiempo real. Cualquier error se amplifica, cualquier acierto se relativiza. La autoridad se ha vuelto un bien escaso, y el liderazgo, un arte que requiere más inteligencia emocional que poder político. La gobernabilidad no depende solo de las leyes, sino también de la confianza. Y la confianza, una vez perdida, es casi imposible de recuperar.

Por eso gobernar es tan difícil. Porque implica ejercer el poder sin perder la humanidad; dirigir sin imponer; decidir sin romper los puentes con la gente. Porque la autoridad no se impone, se construye; y el respeto no se decreta, se gana. Gobernar no es mandar: es convencer. No es resistir las tormentas, sino mantener el rumbo aun cuando todo parezca naufragar. Gobernar, en el fondo, es un acto de equilibrio entre la razón y la humildad, entre la firmeza y la empatía, entre el deber y el miedo.

Y quizá ahí está la respuesta a la pregunta inicial: es tan difícil gobernar porque requiere algo que pocos están dispuestos a entregar por completo —su ego—. Gobernar de verdad exige renunciar a la ilusión del poder total y aceptar que el liderazgo, en estos tiempos, no consiste en tener la última palabra, sino en saber escuchar la primera.

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