Estrategia política: De la improvisación a la planificación

Estrategia política: De la improvisación a la planificación

Por Sergio Gómez Hernández


Durante décadas la política en América Latina se ha movido entre la urgencia y la reacción, esta dinámica ha sido el referente y reflejo de gobiernos que toman decisiones al calor de la crisis, candidatos que construyen discursos sobre la marcha y campañas que parecen responder más a la emoción del momento que a una visión estructurada. En ese contexto, la improvisación no ha sido un accidente, sino un patrón y en muchos casos, un obstáculo para el desarrollo democrático.


La buena política, sin embargo, no se sostiene a base de impulsos, se basa en decisiones que nacen de una lectura profunda del entorno, del conocimiento de los actores involucrados y de la capacidad de anticipar escenarios posibles en varias vertientes; es así como el hablar hoy de estrategia política es hablar de madurez, de responsabilidad y de efectividad, es reconocer que la intuición y el carisma, aunque útiles, ya no bastan.


Una estrategia política no es simplemente una hoja de ruta electoral, es una arquitectura conceptual y operativa que da sentido y coherencia a todas las acciones: desde una propuesta legislativa hasta una campaña en redes sociales. Implica definir objetivos, priorizar acciones, organizar recursos, construir narrativas y establecer rutas claras para alcanzar metas, tanto en lo electoral como en lo gubernamental.


El paso de la improvisación a la planificación representa un giro profundo en la forma de entender el poder, por ello en la política improvisada el liderazgo se convierte en espectáculo, la gestión en administración de urgencias y la comunicación en respuesta constante al conflicto. En cambio, la planificación estratégica permite construir proyectos de largo alcance al sostener narrativas coherentes y generar confianza en la ciudadanía.


Este cambio no es solo metodológico es también cultural; muchos liderazgos aún entienden la política como un ejercicio de improvisación permanente donde lo importante es “reaccionar bien” ante lo inesperado, pero en los tiempos actuales marcados por la complejidad social, la hiperconectividad y la volatilidad de la opinión pública, la improvisación deja de ser una habilidad y se convierte en un riesgo.


La política estratégica parte de una premisa básica: hay que pensar antes de actuar, no para frenar la acción sino para dotarla de sentido; esto implica desarrollar diagnósticos serios, leer datos, escuchar voces diversas, consultar especialistas, evaluar escenarios y sobre todo, construir una visión. La estrategia no es burocracia ni rigidez, al contrario es flexibilidad con dirección.


Hoy contamos con herramientas que permiten planificar con mayor precisión: análisis de datos, algoritmos de predicción, mapas de poder, estudios de opinión segmentada, sin embargo, ninguna tecnología sustituye la reflexión política. La estrategia no es técnica sin pensamiento, ni planificación sin propósito; una campaña electoral puede tener todos los recursos tecnológicos, pero si no tiene una idea política clara no es más que un despliegue vacío.


La clave está en conectar estrategia con liderazgo político y eso requiere superar ciertos mitos que aún persisten, uno de ellos es creer que la planificación ahoga la espontaneidad o que la estrategia es solo para tecnócratas. En realidad, una buena estrategia política libera al líder de la ansiedad del día a día y le permite enfocarse en lo que realmente importa: transformar la realidad desde una narrativa creíble y un proyecto sólido.


En los últimos años hemos visto ejemplos de campañas exitosas en distintos países que se han apoyado en estrategias bien construidas, no necesariamente las más caras ni las más tecnológicas pero sí las más coherentes. En ellas, cada decisión, cada mensaje, cada acción, responde a una lógica mayor; por el contrario también hemos visto gobiernos o candidaturas que naufragan no por falta de recursos sino por exceso de improvisación.


Pasar de la improvisación a la planificación también tiene implicaciones éticas, en la política reactiva las decisiones se toman sin medir consecuencias y a menudo se privilegia el cálculo inmediato sobre el bien común, en cambio una política planificada obliga a pensar en el impacto, en la sostenibilidad, en la responsabilidad con las próximas generaciones, no es solo más eficaz también es más justa.


No se trata de eliminar del todo el factor humano ni de desconocer que la política está llena de imprevistos, pero sí de entender que una estrategia bien diseñada no es una camisa de fuerza sino una guía adaptable; la verdadera planificación política no encierra, sino que ordena, no impide la creatividad y la canaliza.


Estamos en un momento bisagra donde la complejidad de los retos actuales —cambio climático, polarización social, desinformación, crisis de legitimidad— exige liderazgos capaces de anticipar no solo de responder. La política necesita menos tácticos de coyuntura y más estrategas de futuro, menos ocurrencias virales y más proyectos viables.


La ciudadanía también está cambiando exige coherencia, exige visión, exige resultados, no basta con la simpatía ni con la retórica emocional; hoy más que nunca se necesitan líderes que piensen políticamente y actúen estratégicamente.


En síntesis, la estrategia política es el puente entre las ideas y los hechos, es lo que convierte una intención en una transformación; superar la improvisación no significa perder autenticidad significa ganar profundidad, planificar no es frenar la pasión es dotarla de sentido.


Porque la política sin estrategia es como navegar sin brújula, puede avanzar pero no sabe a dónde va.



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