La Lotería de la Pobreza: “Cuando el Estado se vuelve la Casa de Apuestas”
Por: Eduardo Carbajal. Consultor en Estrategia Politica
La Lotería de la Pobreza: Cuando el Estado se vuelve la Casa de Apuestas Hay una sensación muy particular que experimentan los ludópatas: no es solo el hecho de ganar, sino el subidón emocional del momento, esa adrenalina que hace sentir que todo vale la pena. Aunque en el fondo saben que han perdido más dinero del que ganaron, esa pequeña victoria momentánea les basta para seguir jugando. Se aferran a la ilusión de que “la próxima sí toca”.
Algo muy parecido sucede con los programas sociales mal diseñados. Millones de personas reciben cada mes una transferencia directa: un apoyo que, en apariencia, representa un alivio inmediato. Es el equivalente al “premio” que recibe el jugador cuando acierta una apuesta. Por un instante, se siente bien. Se siente justo. Se siente como ganar.
Pero si miramos con frialdad la cuenta final, como en el juego, la balanza es otra: la gasolina cuesta más, los medicamentos escasean o se compran a precios inflados, las escuelas se deterioran sin inversión real, los hospitales están desbordados y las carreteras se caen a pedazos. El costo de vivir en un país donde se desmantelan los servicios públicos termina siendo muchísimo mayor que el “premio” del programa social.
En el casino de la política, el Gobierno juega el papel de la casa, y como en todo casino, la casa nunca pierde. Se reparten fichas (dinero público) para mantener la emoción viva, para que el jugador —el ciudadano— siga apostando en cada elección con la esperanza de otro “golpe de suerte”. Mientras tanto, las verdaderas inversiones estructurales, las que generan oportunidades sostenibles, se abandonan.
El resultado es perverso: una población que siente que “gana” cada vez que recibe su apoyo, aunque en realidad esté perdiendo poder adquisitivo, salud, seguridad y educación. Es como celebrar haber ganado 500 pesos en la ruleta cuando ya llevas gastados 5 mil.
Esta no es una crítica a la ayuda social en sí —es necesaria y debe existir—, sino a su uso como herramienta de control emocional y político. La apuesta no debería ser a que el ciudadano se conforme con un “premio chico”, sino a que pueda construir un futuro sólido sin depender de una transferencia que se disuelve en la primera vuelta al supermercado.
Seguir jugando
en este casino solo garantiza una cosa: que la casa siga ganando y que la
gente, aunque aplauda sus pequeños triunfos, se hunda cada vez más en la
pérdida colectiva.