¿Vivimos en democracia o solo en su inercia?

¿Vivimos en democracia o solo en su inercia?

Por: Alberto Rivera

En México solemos responder de inmediato que sí, que vivimos en democracia. Hay elecciones, pluralidad partidista, alternancia y miles de funcionarios elegidos en las urnas. Pero si la pregunta cambia —si cuestionamos si la mayoría de nuestras prácticas públicas son realmente democráticas— la respuesta ya no es tan fácil ni tan cómoda. Ahí es cuando la conversación se vuelve incómoda, pesada, real.

Recorro el país periódicamente: aeropuertos, carreteras, colonias, ejidos, oficinas gubernamentales y salones de capacitación. Y en ese recorrer, uno aprende a observar a la gente cuando la ciudad aún no despierta, cuando los gobiernos están silenciados y lo único que habla es la vida cotidiana. También aprendo a escuchar y, a veces, aunque no lo confiese, a interpretar.

Muchos mexicanos sienten orgullo de pertenecer a su país, aunque no siempre estén contentos con sus gobiernos. Pero otros, sobre todo quienes viven en territorios históricamente abandonados, cargan el peso de una etiqueta que no eligieron: “ciudadanos de segunda”.

Hace unos meses, en un barrio periférico, una mujer me dijo algo que me cimbró:

“Claro que estoy orgullosa de ser mexicana… pero soy mexicana pobre. Y eso no es lo mismo.”

Lo dijo sin enojo, sin reclamo; lo dijo desde el cansancio. Y entendí que muchas de nuestras certezas democráticas responden más a inercias que a realidades.

Los gobiernos en México, como en la región, siguen monologando

En América Latina, los gobiernos responden, en promedio, apenas al 10% de las interacciones que las personas les dirigen en plataformas oficiales o en redes sociales. En México la situación no es muy diferente: la mayoría de las instituciones públicas usa las redes como un mural, no como un puente.

Publican, informan, presumen, pero pocas veces escuchan. Y escuchar es la primera obligación democrática.

Nuestros gobiernos, desde el federal hasta el municipal, mantienen prácticas heredadas de estructuras rígidas, verticales y profundamente centralistas.

No son malas voluntades: son inercias.

La comunicación del Estado mexicano sigue siendo descendente: del funcionario hacia la gente, del poder hacia la ciudadanía. Y en ese camino se diluye el diálogo, se pierden los matices y se instala un viejo hábito: el monólogo del poder.

Protocolos que separan, discursos que alejan

Quien haya asistido a un acto público en México lo ha visto:

Primero se saluda a la clase política, luego a los representantes del gobierno, luego a las autoridades invitadas… y al final, si alcanza el tiempo, “al público presente”.

No es protocolario: es simbólico.

Es la forma en que el Estado se presenta ante su gente.

Es el recordatorio silencioso de quién manda, quién habla y quién escucha.

México arrastra usos y costumbres que derivan de una lógica presidencialista y centralista que, históricamente, colocó al líder en un pedestal. Y aunque las instituciones han cambiado, el lenguaje del poder no lo ha hecho al mismo ritmo.

La personalización del gobierno: el ego como política pública

En varios estados de la República, la publicidad oficial sigue girando en torno al gobernante.

Spots, espectaculares, programas, inauguraciones, redes sociales: todo gira en torno a un rostro, un nombre, una marca personal.

La obra pública pasa a segundo plano. La política social también. Y eso tiene un costo: convertimos el ejercicio de gobierno en una extensión del ego. Confundimos la función pública con la autopromoción.

Algunas ciudades de Latinoamérica avanzan hacia modelos en los que solo se permite usar el escudo institucional, nunca el rostro ni el nombre del gobernante. México podría seguir esa ruta si hubiera voluntad política.

Ciudadanía pasiva: cuando la gente deja de ser protagonista

En México, todavía existen gobiernos que hablan de la gente como si fuera incapaz, menor de edad o carente de voluntad.

Se dice “nuestros adultos mayores”, “nuestros jóvenes”, “nuestras mujeres”, como si todos fueran propiedad del Estado.

Se repite: “vamos a ayudarles”, “vamos a guiarlos”, “no se preocupen, nosotros resolvemos”.

Y, sin quererlo, se construye una ciudadanía dependiente, pasiva y silenciada.

Si el ciudadano solo aplaude, si solo recibe, si solo espera, esa no es una democracia madura.

Es un contrato paternalista.

El Estado que estigmatiza: la desigualdad también se comunica

En México, ciertas colonias, perfiles sociales, regiones y oficios cargan con estigmas históricos.

Barrios “peligrosos”.

Comunidades “conflictivas”.

Jóvenes “ninis”.

Personas “que no trabajan”.

Pero cuando un Estado etiqueta, también discrimina.

Y cuando discrimina, deja de ser un puente para convertirse en un muro.

Los gobiernos deben comprender que la palabra del poder define las percepciones sociales durante años. Un comentario mal hecho, una categoría mal denominada o una narrativa mal construida puede herir más que una política pública mal diseñada.

Si queremos despertar a los de arriba, primero despertemos nosotros

La comunicación no resuelve la pobreza ni la desigualdad.

Pero sí puede humanizar.

Sí, puede acercar.

Sí, puede incluir.

Sí, puede dignificar.

En México urge revisar nuestros protocolos, frenar la personalización del poder, desactivar la ciudadanía pasiva y combatir el Estado estigmatizante. No para criticar por criticar, sino para comenzar a imaginar una democracia más madura, más horizontal y más consciente.

Los de arriba cambiarán cuando los de abajo dejemos de normalizar las inercias. Y eso empieza con algo tan sencillo —pero tan revolucionario— como exigir que el poder escuche.

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