Bad Bunny ¿Político o Cantante?

Bad Bunny ¿Político o Cantante?

Por: Raniero Cassoni

La política nunca se ha ejercido solo en los parlamentos o las calles, en cada espacio público ha existido una expresión libre que proyecta una idea de lo público, desde propuesta o crítica al poder. A lo largo de la historia, la música ha sido una de las formas más poderosas de protesta y expresión política. Desde los cantos espirituales de los esclavos en el siglo XIX hasta el rock contestatario de los años sesenta o el rap de denuncia urbana en el siglo XXI, las canciones han canalizado el dolor colectivo, la esperanza y la resistencia frente al poder. La música traduce la indignación en ritmo, la injusticia en melodía y la rebeldía en identidad compartida. Por eso, cada generación encuentra en ella un lenguaje común para decir lo que el miedo o la censura callan: que incluso en medio del silencio, el pueblo sigue teniendo voz.

Pocos artistas encarnan mejor esa mutación de lo político en lo cultural que Benito Martínez Ocasio, conocido mundialmente como Bad Bunny. Su carrera es, más que una sucesión de éxitos musicales, una secuencia de gestos con sentido público. Desde su irrupción, el artista ha convertido la cultura popular en un espacio de deliberación, identidad y resistencia.

Su participación en las protestas de 2019 en Puerto Rico marcó un antes y un después en la relación entre la música urbana y la acción política. Aquel verano, el país se levantó contra el entonces gobernador Ricardo Rosselló, tras la filtración de mensajes que evidenciaban corrupción e insultos a distintos sectores sociales. En ese momento, Bad Bunny suspendió su gira internacional, regresó a la isla y se unió a las manifestaciones. No lo hizo con discurso prefabricado ni con consignas ideológicas, sino con presencia. Su sola aparición al lado de Ricky Martin y Residente, en medio de miles de ciudadanos indignados, tuvo el efecto simbólico de una declaración colectiva: la juventud puertorriqueña no era apática, estaba harta.

Aquel gesto rompió el estereotipo del artista desconectado y comercial. Mostró que un ídolo global podía actuar con compromiso sin perder autenticidad. Fue un ejercicio de ciudadanía cultural: usar el prestigio simbólico del escenario para amplificar una causa pública. En términos políticos, Bad Bunny demostró que la influencia cultural puede operar como una forma de poder blando, capaz de mover voluntades más allá de la estructura partidaria.

Después de esa etapa, su acción política se desplazó del activismo visible hacia la construcción de comunidad y economía local. Su decisión de establecer una residencia temporal en Puerto Rico, con conciertos y proyectos durante varios meses, no fue solo un gesto artístico. Fue una apuesta económica y territorial: atraer turismo, reactivar la economía local y reivindicar la posibilidad de prosperar desde la isla, sin depender del éxodo constante hacia Estados Unidos. En un contexto donde la migración y la desigualdad erosionan la identidad nacional, ese gesto tuvo una potencia política silenciosa pero profunda.

Bad Bunny apostó por un modelo de desarrollo basado en la cultura, no en el asistencialismo. Desde su festival “P FKN R” hasta la apertura de espacios para artistas emergentes, cada acción ha funcionado como micro-política de empoderamiento cultural. Su mensaje es claro: Puerto Rico no necesita ser salvado, necesita creer en sí mismo. Esa narrativa, en una nación históricamente marcada por la dependencia colonial y la fragilidad institucional, tiene efectos políticos mayores que muchos discursos partidarios.

Pero la expansión de su figura no se detuvo en lo local. Su anunciada participación en el Super Bowl y en programas como Saturday Night Live lo colocaron en el epicentro de la cultura global. Allí, frente a millones, Bad Bunny ha convertido cada aparición en un acto de reflexión sobre identidad, poder y dignidad. Lo que para muchos fue un espectáculo, para él ha sido un manifiesto: un latino caribeño que no pide permiso para ocupar los espacios del mainstream estadounidense.

En ese sentido, Bad Bunny ha emergido como un contrapunto simbólico a figuras como Donald Trump. Mientras el expresidente representa el nacionalismo excluyente, la cultura del poder y la división, el artista encarna lo opuesto: diversidad, irreverencia y comunidad. En su música y en su estética se celebra lo queer, lo popular, lo mestizo, lo que históricamente ha sido marginado del relato oficial. Su política es la del cuerpo libre, la del deseo sin culpa, la de la identidad afirmada.

Desde SNL o entrevistas globales, sus comentarios mordaces sobre desigualdad y autenticidad no son simples provocaciones, sino estrategias discursivas. Con ironía y humor, Bad Bunny traduce debates complejos a un lenguaje emocional que conecta con millones de jóvenes. Al hacerlo, cumple una función pedagógica: introduce lo político en la conversación cotidiana sin recurrir al tono solemne ni al dogma.

Esa capacidad de transitar entre el entretenimiento y la crítica social explica su influencia política real. No busca ser líder de un movimiento, pero sus gestos reconfiguran las coordenadas del poder simbólico. En un tiempo donde los partidos pierden credibilidad y los líderes tradicionales no representan a las nuevas generaciones, artistas como él llenan el vacío de referentes. Su autoridad no proviene del voto, sino del vínculo afectivo que construye con su público.

En última instancia, su aporte no es solo musical o estético: es estructural. Ha demostrado que la acción política puede tomar formas no convencionales, que el poder cultural es una vía legítima para transformar imaginarios y que la política del siglo XXI se juega también en el terreno de lo simbólico. Lo que hace Bad Bunny, consciente o no, es reconfigurar el mapa del poder desde la cultura, aunque su música sigue sin gustarme, hoy reconozco su impacto en lo político mientras otros ceden sus espacios al rechazar o negar la política.

Artículo Anterior Artículo Siguiente

Sufragio El Podcast