Amigos, los saluda Hugo Ontiveros. Soy maestro en Ciencias Políticas, exjugador de fútbol (y no lo niego aún sueño con la pelota) y un apasionado crítico de dos grandes pasiones colectivas de nuestra América Latina: el fútbol y la política.
Y es que, desde hace años, he observado cómo estas dos esferas sociales —aparentemente tan distintas— comparten una enorme similitud en nuestros países: se viven con el corazón en la mano, se manejan con las entrañas y no siempre con estrategia. El fútbol y la política, en Latinoamérica, se parecen más de lo que muchos creen.
El fútbol ha sido una vía de expresión de nuestro ímpetu, de nuestra creatividad, de nuestra sangre caliente. Es esa misma intensidad la que llevó a Brasil a ser pentacampeón del mundo, a Argentina a levantar tres copas, a Uruguay a ser bicampeón del mundo, y a nuestro continente a parir leyendas que marcaron época. Pero esa misma pasión no se traduce siempre en ligas competitivas, en federaciones transparentes ni en planes de desarrollo estructurados. Jugamos con el alma, sí, pero muchas veces sin una táctica clara, sin rumbo a largo plazo.
En la política, el libreto es similar. Hay líderes que llegan al poder como si se tratara de un golazo desde media cancha: inesperados, carismáticos, emocionantes… pero sin una estrategia de juego, sin un proyecto de nación sostenido en el tiempo. En vez de construir equipos sólidos, seguimos dependiendo de figuras únicas, de capitanes mesiánicos que creen que pueden resolverlo todo por sí mismos, y que muchas veces terminan destruyendo las instituciones que juraron fortalecer.
Nuestra América Latina está llena de talento. En las canchas y en las calles. Hay creatividad, hay pasión, hay ganas. Pero lo que falta, tanto en el fútbol como en la política, es proyecto. Proyecto serio, a largo plazo, que no dependa del ánimo de una persona, de un sexenio, de un ciclo electoral o de una promesa de campaña.
Así como en el fútbol seguimos viendo cómo unos pocos capos controlan los hilos de las ligas, impiden el crecimiento de nuevas generaciones y perpetúan sus intereses, en la política ocurre igual: estructuras clientelares, caudillismos renovados con nuevo nombre y color, y discursos que apelan más al corazón que a la razón.
Y mientras tanto, los verdaderos cracks —los jóvenes con ideas, los ciudadanos comprometidos, los liderazgos honestos— se pierden en al banca, esperando una oportunidad que pocas veces llega.
No se trata de negar nuestros logros. Claro que hemos tenido destellos, gobiernos que intentaron cambiar la historia, movimientos ciudadanos que impulsaron transformaciones, proyectos que ilusionaron. Pero lo que no hemos logrado —y ese es el verdadero reto— es consolidar una visión institucional que trascienda nombres, partidos, ideologías. Una especie de “modelo de juego” que, como en el buen fútbol, esté por encima de los jugadores.
La región no necesita más salvadores. Necesita sistemas fuertes, árbitros imparciales, reglas claras y, sobre todo, ciudadanos exigentes. Así como en el fútbol celebramos cuando el equipo juega bien más allá del resultado, en la política deberíamos aprender a reconocer el valor de las reglas, del respeto, del trabajo colectivo.
La historia nos ha demostrado que cuando las emociones superan a la razón, perdemos más de lo que ganamos. Pero también nos ha mostrado que cuando el talento se combina con disciplina, cuando la pasión encuentra rumbo, Latinoamérica puede ser imparable.
Tal vez por eso sigo soñando con jugar. Porque el fútbol, al igual que la política, aún tiene mucho por corregir. Y porque en ambos terrenos, lo que nos urge no son héroes de último minuto, sino equipos que jueguen para todos.