La democracia cercada: estrategia y comunicación política rumbo al 2026

La democracia cercada: estrategia y comunicación política rumbo al 2026

Por: Jaime Gutiérrez

La democracia en Colombia atraviesa un momento crítico. No es una frase hecha ni un recurso de alarma: es una constatación de lo que ocurre a diario en los territorios, donde las balas imponen silencios y la política se convierte en una actividad de alto riesgo. La realidad es contundente: líderes sociales son asesinados de manera sistemática, candidatos locales reciben amenazas directas, comunidades enteras son presionadas para votar por un bando u otro y vastas zonas del país permanecen bajo control de grupos armados ilegales.

El panorama recuerda, con inquietante similitud, los años noventa, cuando la violencia política, la expansión de estructuras ilegales y el debilitamiento institucional hicieron tambalear la idea misma de democracia. Hoy, en municipios de la Costa Pacífica, del Catatumbo, de Arauca, de Putumayo o del sur de Bolívar, la democracia es apenas un concepto escrito en los manuales escolares. Los ciudadanos votan, sí, pero no eligen libremente. El resultado electoral se decide muchas veces antes de que las urnas sean abiertas, condicionado por el miedo, la presión armada o la compra de votos.

Incluso algunos de los actores armados han reconocido públicamente su influencia en las campañas recientes. No han dudado en señalar que respaldaron la elección presidencial de 2022 y que hoy, frente al gobierno de Gustavo Petro, sienten que el trato recibido en los escenarios de diálogo no corresponde al apoyo político brindado en el pasado. Más allá de la validez de estas acusaciones, lo que reflejan es la persistencia de un problema estructural: la frontera cada vez más difusa entre la política legal y la política bajo coacción.

En este contexto, las elecciones de 2026 no serán un evento rutinario más. Se convierten en un punto de inflexión para el país. La pregunta central no es únicamente quién será el próximo presidente, sino si Colombia logrará recuperar espacios democráticos en los territorios, consolidar la autoridad legítima del Estado y garantizar un ejercicio electoral en condiciones mínimas de libertad. O si, por el contrario, se resignará a que amplias zonas del país sigan votando bajo imposición armada y que las instituciones continúen debilitadas frente al poder de facto que ejercen los grupos ilegales.

La dimensión estratégica de este desafío es evidente. La democracia colombiana siempre ha arrastrado el problema de la abstención, con promedios que superan el 50% del censo electoral. Esto significa que, en la práctica, presidentes y congresistas son elegidos con el respaldo de una minoría real de ciudadanos. La falta de participación convierte a la política en un juego de élites y maquinarias, lo que, sumado al condicionamiento de actores armados, restringe aún más la legitimidad del sistema. Por eso, la estrategia fundamental de 2026 no se juega solamente en el diseño de programas o en las alianzas partidistas, sino en la capacidad de movilizar mayorías reales hacia las urnas.

Aquí entra en juego la comunicación política. Las campañas presidenciales de 2026 se librarán en un escenario de saturación informativa, de polarización en redes sociales y de desinformación permanente. Los discursos técnicos tendrán un espacio limitado; lo que pesará será la narrativa que logre tocar emociones profundas de la ciudadanía. Los colombianos no votarán motivados principalmente por reformas estructurales, sino por miedos y esperanzas muy concretas: la necesidad de seguridad, el temor de perder lo poco que se tiene, la ilusión de recuperar confianza en las instituciones.

La elección será altamente emocional, y la comunicación política deberá adaptarse a ese terreno. Los mensajes efectivos serán los que se puedan resumir en frases simples, memorables y compartibles. La campaña que logre condensar la idea de orden y seguridad en palabras que conecten con el sentimiento de incertidumbre ciudadana tendrá una ventaja considerable. Pero también será clave un mensaje que convoque a la participación, que rompa la inercia de la abstención y que recuerde que sin mayoría ciudadana en las urnas no hay democracia sólida.

La estrategia electoral, entonces, deberá balancear dos narrativas centrales. Por un lado, la recuperación de la autoridad del Estado, que conecte con el anhelo de orden, de control territorial y de institucionalidad. Por el otro, la reivindicación de la participación ciudadana como herramienta de transformación democrática. La fuerza estará en cómo se articulen estos dos discursos en un relato coherente, creíble y capaz de movilizar no sólo a los convencidos, sino a los apáticos, a los indecisos y a quienes han perdido la fe en el voto.

La comunicación política tendrá, además, el reto de competir en un escenario marcado por la polarización. En las redes sociales, donde cada palabra se multiplica y se distorsiona, el control de la narrativa será decisivo. Los candidatos deberán estar preparados para enfrentar campañas de desinformación, ataques digitales y narrativas emocionales que apelan al miedo o al odio. En este terreno, la rapidez en la respuesta y la capacidad de mantener un mensaje claro y disciplinado serán esenciales para no quedar atrapados en la dinámica del adversario.

Colombia, en suma, está frente a una encrucijada histórica. Las elecciones de 2026 decidirán no sólo un nuevo gobierno, sino el futuro mismo de la democracia. Si las mayorías logran movilizarse, si el Estado recupera autoridad y si la ciudadanía vota en libertad, el país podrá iniciar un tránsito hacia una democracia más sólida, más participativa y real. Pero si prevalecen la abstención, el miedo y la presión armada, el riesgo es que la democracia se termine de perder, no como un concepto abstracto, sino como una práctica concreta en la vida de millones de colombianos.

La democracia en Colombia ya no está solamente amenazada. Está cercada. Y de la estrategia, la comunicación política y, sobre todo, la decisión ciudadana dependerá si logra sobrevivir al 2026.




 

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