Guachicol fiscal: temporada uno (y nadie dice “corte”)
Por: Helios RuízCapítulo
uno. Un puerto oscuro, buques gigantes cargados de combustible disfrazado de
aceite vegetal. Oficinas donde los sellos oficiales se estampan como armas de
traición. Generales, vicealmirantes y contralmirantes que no son héroes de
uniforme, sino protagonistas de una mafia multimillonaria. La trama se
complica: una carta enviada al más alto nivel, vacaciones que terminan en
emboscada, un capitán que “se suicida” con un disparo en el estómago, otro que
muere en plena práctica de tiro, funcionarios ejecutados en las calles y
gobernadores celebrando triunfos financiados con gasolina robada.
La
voz de fondo repite lo obvio: “Nadie mueve un negocio tan jugoso sin el visto
bueno de arriba”. Y mientras desfilan en esta historia nombres de marinos,
empresarios, políticos y hasta familiares de un secretario de Estado, el
escenario central se fija en Manzanillo, epicentro de la corrupción. Todo
encaja demasiado bien: asesinatos, silencios oficiales y fortunas
inexplicables.
Parece
una serie de Netflix. Un thriller de poder, crimen y traiciones. Solo falta el
aviso de “basado en hechos reales”. Pero aquí no hay créditos ni actores: esto
no es una serie de Netflix, es lo que está ocurriendo en México.
Aquí
acaba la ficción y empieza la vergüenza. Lo que en otros tiempos habríamos
llamado “casos aislados” hoy dibuja un sistema: el guachicol fiscal como
ingeniería del fraude, comprar combustibles baratos en el extranjero,
declararlos como lubricantes o aceites para evadir impuestos, introducirlos por
puertos clave y distribuirlos a través de redes empresariales y gasolinera,
operado a gran escala y, según múltiples investigaciones periodísticas, con la
participación de mandos de la Marina y funcionarios aduanales. No estamos ante
huachicoleros de ducto y bidón: hablamos de buques, manifiestos, sellos
oficiales y cadenas de custodia. Y de un costo político que ya
rebasa el escándalo: ¿en qué queda la palabra “honestidad” cuando quienes
debían cuidar el puerto lo abrieron desde dentro?
El
problema es triple. Primero, el institucional: si la Marina, símbolo de
disciplina, lealtad y soberanía, aparece involucrada en una red de saqueo,
cualquier narrativa anticorrupción luce hueca. Segundo, el penal: la
secuencia de muertes (ejecuciones, “accidentes”, “suicidios” poco verosímiles)
sugiere la eliminación de testigos incómodos. Tercero, el político:
la trama salpica al sexenio pasado y coloca a la administración actual en una
encrucijada: o rompe con la herencia de impunidad o queda atrapada en ella.
A los que detentan poder, presidentes, gobernadores, legisladores, dirigentes partidistas, les toca mirar sin evasivas:
- ¿Quién autorizó los relevos, ascensos y movimientos en aduanas y puertos que facilitaron la operación?
- ¿Por qué las investigaciones oficiales se cierran a la velocidad de un boletín (“suicidio”, “accidente”) mientras las conexiones entre víctimas y trama criminal se multiplican?
- ¿Dónde están las responsabilidades políticas, no solo penales?
No
es aceptable el refugio en tecnicismos: que si la competencia es federal, que
si la carpeta sigue abierta, que si “no hay elementos”. Elementos sobran:
una cronología de hechos, cartas formales, testimonios y una carretera de
cadáveres que marcan el mapa de la corrupción. Lo que falta es voluntad
para llegar a las últimas consecuencias, aunque esas consecuencias toquen a
aliados, a familias políticas o a la propia narrativa de transformación.
La
lección para quien gobierna y quien aspira a gobernar es brutal: la
corrupción dejó de ser un costo reputacional para convertirse en una amenaza
existencial del Estado. Cuando las fuerzas del orden negocian con el
delito, el ciudadano queda desarmado. Y cuando el poder decide exculparse en
público a las 9:00 a.m. y clasificarlo todo como “hecho aislado”, el mensaje es
inequívoco: la impunidad está a cargo.
Quedan dos caminos: o se judicializa a fondo, seguimiento patrimonial, trazabilidad de barcos, empresas y gasolineras; responsabilidades administrativas y políticas; protección real de denunciantes, o el país asumirá que esta “temporada uno” solo fue el piloto de una saga larga de cinismo. México no necesita una serie más: necesita Estado de derecho. Y la oportunidad (y el costo) están aquí, ahora.