Magnicidios Presidenciales en México y América Latina: 97 años de historia, causas, motivos y repercusiones hasta el caso Miguel Uribe Turbay


Por: Augusto Hernández 

El asesinato de un candidato presidencial no es solamente un crimen contra una persona; es un golpe directo contra la democracia, el Estado de derecho y la estabilidad social. América Latina, a lo largo de casi un siglo, ha acumulado un registro doloroso de magnicidios que, lejos de ser episodios aislados, conforman un patrón recurrente donde la violencia política se convierte en herramienta de poder.

En este trabajo se documentan todos los casos de asesinatos de candidatos presidenciales en México y el resto del continente desde 1928, analizando su contexto histórico, impacto político y consecuencias sociales. El análisis culmina con el más reciente episodio: el asesinato del senador y precandidato colombiano Miguel Uribe Turbay con concluyó tristemente el 11 de agosto de 2025, un evento que reactiva viejos fantasmas en la política latinoamericana.

México: De Obregón a Colosio y la violencia electoral contemporánea

Álvaro Obregón (1928)

El 17 de julio de 1928, Álvaro Obregón, presidente electo de México, fue asesinado en el restaurante La Bombilla por José de León Toral, un fanático religioso vinculado a grupos católicos opuestos al régimen postrevolucionario. Obregón representaba la consolidación de un liderazgo fuerte dentro del Partido Nacional Revolucionario (PNR) y su muerte abrió un vacío de poder que dio origen al periodo conocido como El Maximato, encabezado de facto por Plutarco Elías Calles (Krauze, 1997).

El magnicidio no solo alteró la transición presidencial; redefinió el sistema político, consolidando un modelo centralizado de poder y sembrando un precedente peligroso: la eliminación física del adversario como solución a disputas políticas.

Luis Donaldo Colosio (1994)

El 23 de marzo de 1994, en plena campaña presidencial, Colosio, candidato del Partido Revolucionario Institucional (PRI), fue asesinado durante un mitin en Lomas Taurinas, Tijuana. Su discurso previo al asesinato ya indicaba una ruptura con las viejas estructuras priistas, defendiendo la apertura y el cambio político (Camacho, 1994).

El asesinato tuvo un efecto sísmico en la política mexicana: debilitó la imagen de invulnerabilidad del PRI, aceleró reformas electorales y abrió la puerta a una competencia multipartidista más real, aunque el país siguió enfrentando violencia electoral a gran escala.

Violencia electoral reciente en México (2024)

Si bien desde 1994 no se ha asesinado a un candidato presidencial formal -esperamos así siga-, el país ha vivido olas de violencia electoral. En el proceso 2017–2018 se registraron al menos 48 asesinatos de candidatos y precandidatos (Hernández Huerta, 2020). El fenómeno ha sido atribuido principalmente al crimen organizado, que busca controlar territorios y someter a las autoridades locales. En el plano social, esto ha normalizado la violencia como factor de la contienda y ha deteriorado la confianza ciudadana en las instituciones.

Pero desafortunadamente la cosa no paró, ni mejoró después de ese proceso.

Elecciones 2024 (México)

37 candidatos asesinados desde el inicio de la campaña hasta el día de las elecciones del 2 de junio de 2024, según datos de la organización civil Causa en Común; Ese mismo conteo fue confirmado por Reuters, que lo calificó como “el más sangriento en la historia moderna” de México, con 37 candidatos muertos.

Además, se estima que hasta 60 políticos fueron asesinados durante el período pre-electoral y de campaña, aunque el presidente López Obrador tenía otros datos y redujo esa cifra a sólo 6, cifra disputada por observadores independientes.

En resumen, lo más confiable: entre 37 y aproximadamente 60 candidatos o políticos fueron asesinados durante el ciclo electoral de 2024, siendo 37 la cifra más documentada y ampliamente citada por fuentes confiables.

Elecciones 2025 (México)

Durante las elecciones municipales en Veracruz, entre noviembre de 2024 y mayo de 2025, se reportaron 7 asesinatos, de los cuales 2 eran candidatos; En el primer trimestre de 2025 a nivel nacional, se registraron 104 incidentes de violencia política, de los cuales 50 correspondieron a homicidios (no todos eran necesariamente candidatos, sino también funcionarios o aspirantes).

Con base en los registros más claros: al menos 2 candidatos asesinados en el ciclo electoral de Veracruz 2025, con violencia política generalizada que incrementó los riesgos para actores electorales.

¿Es Colombia la nación con más candidatos presidenciales asesinados?

Luis Carlos Galán (1989)

El asesinato de Luis Carlos Galán el 18 de agosto de 1989 en Soacha es quizá el magnicidio más recordado en la historia reciente de Colombia. Galán, favorito en las encuestas, había prometido una lucha frontal contra el narcotráfico, especialmente contra el Cartel de Medellín. La ejecución, atribuida a sicarios bajo órdenes de Pablo Escobar, representó un desafío directo al Estado colombiano y una advertencia contra quienes pretendieran enfrentarse al poder del narcotráfico (Molano, 2019).

Socialmente, el crimen generó un sentimiento de duelo nacional y fortaleció la presión internacional para que Colombia endureciera su política antidrogas.

Bernardo Jaramillo Ossa y Carlos Pizarro Leóngómez (1990)

En un lapso de menos de dos meses, Colombia perdió a dos candidatos presidenciales:

  • Bernardo Jaramillo Ossa (UP) fue asesinado en marzo de 1990, en un acto atribuido a paramilitares y narcotraficantes.
  • Carlos Pizarro Leóngómez, excomandante del M-19 y candidato de la AD-M19, fue asesinado en abril del mismo año, en un avión comercial.

Estos magnicidios ocurrieron en un clima de transición política y búsqueda de paz, y su impacto fue devastador: reforzaron la percepción de que el camino democrático estaba bloqueado por la violencia armada.

Miguel Uribe Turbay (2025)

El asesinato más reciente, concluido el pasado 11 de agosto de 2025, tuvo como víctima al senador y precandidato Miguel Uribe Turbay, quien murió tras dos meses de hospitalización por un atentado en Bogotá el 7 de junio. Su muerte lo convierte en el octavo candidato presidencial asesinado en Colombia (Infobae, 2025).

Políticamente, este crimen amenaza con enrarecer aún más el clima electoral a nueve meses de los comicios, resucitando el miedo colectivo a la violencia política de los años 80 y 90. Socialmente, golpea la confianza ciudadana en la capacidad del Estado para proteger a sus líderes.

Otros casos en América Latina

Ecuador: Fernando Villavicencio (2023)

El asesinato de Fernando Villavicencio en Quito, apenas 11 días antes de las elecciones presidenciales, puso a Ecuador en el radar mundial de la violencia política. Villavicencio había denunciado vínculos entre el narcotráfico y la política, lo que lo convirtió en blanco de grupos criminales (AP News, 2023). Su muerte desató protestas, reforzó medidas de seguridad y motivó debates sobre el colapso de la seguridad en el país.

Venezuela: Carlos Delgado Chalbaud (1950)

En Venezuela, aunque no era formalmente candidato presidencial en campaña, Carlos Delgado Chalbaud —presidente de la Junta Militar— era la figura con mayor probabilidad de asumir la presidencia electa. Fue asesinado en un secuestro el 13 de noviembre de 1950. El crimen alteró la transición política y favoreció la llegada de regímenes más autoritarios (López Maya, 2011).

El patrón común entre estos magnicidios es la combinación de violencia organizada, debilidad institucional y altos niveles de polarización política. En lo político, cada asesinato produjo un reajuste abrupto de las alianzas de poder y, en varios casos, aceleró reformas electorales o constitucionales. En lo social, estas muertes provocaron olas de indignación, pero también normalizaron la percepción de la violencia como un riesgo inherente a la política.

La triste realidad del continente y el mundo

La violencia política que afecta a América Latina no es un fenómeno aislado ni reciente; es la consecuencia acumulada de altos niveles de desigualdad, frágiles sistemas judiciales, impunidad crónica, expansión del crimen organizado y polarización política extrema. La región concentra algunos de los países con las tasas de homicidio más altas del mundo, y la política no escapa de este clima general de inseguridad.

En muchos casos, los magnicidios no son producto de la acción individual de un fanático, sino de redes complejas donde confluyen intereses políticos, económicos y criminales. El asesinato de líderes en pleno ejercicio o en campaña manda un mensaje doblemente nocivo: por un lado, intimida a otros actores políticos; por otro, erosiona la confianza ciudadana en que el voto y la democracia pueden producir cambios reales.

En el ámbito global, la tendencia muestra que en países con instituciones sólidas estos eventos son raros, mientras que en democracias jóvenes o en transición —como la mayoría de América Latina— el riesgo se incrementa. Ello no solo tiene efectos internos, sino que impacta la imagen internacional de las naciones, afectando inversiones, cooperación y reputación diplomática.

Causas, motivos y repercusiones

Las causas de estos magnicidios pueden agruparse en tres niveles:

Primero, estructural: pobreza, desigualdad, baja educación política y sistemas judiciales ineficaces crean un caldo de cultivo para la violencia como método de resolución de conflictos; segundo, político-institucional: corrupción, cooptación de las instituciones por intereses ilícitos y ausencia de mecanismos de protección efectivos para candidatos y, por último, criminal: infiltración del narcotráfico y del crimen organizado en estructuras de poder, que busca eliminar amenazas a sus negocios.

Las repercusiones son devastadoras, en lo político: alteran el curso de elecciones, generan gobiernos débiles o con legitimidad cuestionada, y fomentan prácticas autoritarias bajo el pretexto de “garantizar el orden”; socialmente: aumentan la desconfianza en la política, fomentan el abstencionismo y profundizan la polarización y; económicamente: generan incertidumbre que disuade la inversión y deteriora el crecimiento económico.

Soluciones y herramientas para fortalecer la democracia

Para revertir esta tendencia, las democracias deben trabajar en varios frentes:

Trabaja el fortalecimiento institucional: garantizar independencia judicial y órganos electorales blindados contra presiones políticas y criminales; generar protocolos de seguridad para candidatos: planes integrales de protección, especialmente en regiones de alto riesgo, con cooperación entre fuerzas federales y locales; iniciar reformas en el financiamiento político: transparentar y auditar los recursos de campañas para cortar la entrada de dinero ilícito; apostar a la educación cívica: invertir en programas que fomenten la participación ciudadana y la cultura de resolución pacífica de conflictos y; aceptar cooperación internacional: intercambio de inteligencia y estrategias para combatir redes transnacionales de crimen organizado que influyen en procesos electorales.

Estas medidas no erradicarán el problema de un día para otro, pero pueden crear un entorno menos propicio para que la violencia siga siendo un actor determinante en la política.

La muerte violenta de líderes políticos no solo representa una tragedia individual, sino un golpe al proceso democrático y a la confianza pública. América Latina ha sido escenario recurrente de dicho tipo de violencia. Aquí se intentó documentar la mayoría de casos más relevantes de asesinatos de candidatos o candidatas presidenciales y mandatarios electos en el continente desde 1928, con énfasis en sus repercusiones políticas y sociales. El análisis culmina con esta pequeña observación del asesinato de Miguel Uribe Turbay en Colombia, en 2025, cuyo impacto resuena en la historia política reciente del continente.

El Caso Miguel Uribe Turbay (Colombia, 2025)

El 7 junio de 2025, durante un mitin, el senador Miguel Uribe Turbay —precandidato presidencial del Centro Democrático— fue herido gravemente por un tirador adolescente (AP, 2025). Permaneció hospitalizado bajo cuidado intensivo durante 65 días hasta su deceso (Reuters, 2025; El País, 2025; al Jazeera). Su madre, periodista asesinada en 1991, marcó simbólicamente esta historia como un ciclo de violencia política sin fin (HuffPost, 2025; The Times, 2025).

La muerte de Miguel Uribe Turbay marca un punto de inflexión crítico en la política colombiana contemporánea. No se trata únicamente del asesinato de un precandidato presidencial, sino de un hecho que revive los peores recuerdos de las décadas de 1980 y 1990, cuando la violencia política dictaba el rumbo de las elecciones en el país. Uribe Turbay, perteneciente a una familia con profundas raíces políticas y víctima directa de la violencia —su madre, Diana Turbay, fue asesinada en 1991 durante un secuestro del narcotráfico— simbolizaba la continuidad de una generación que buscaba enfrentar a estructuras criminales con estrategias democráticas. Su muerte envía un mensaje escalofriante: en Colombia, a pesar de décadas de reformas y de esfuerzos de pacificación, el espacio público sigue siendo un territorio hostil para quienes desafían el poder de facto de las redes criminales y de intereses violentos.

El atentado y posterior fallecimiento de Uribe Turbay no solo impactan el presente ciclo electoral, sino que amenazan con redefinir la forma en que la sociedad colombiana percibe la participación política. En un clima marcado por polarización, desconfianza institucional y penetración del crimen organizado, su muerte podría alimentar la autocensura política, limitar la diversidad de candidaturas y reforzar la percepción de que la política es un riesgo vital más que un ejercicio ciudadano. A nivel regional, el magnicidio proyecta una imagen de inestabilidad que trasciende fronteras, reforzando el estigma de América Latina como una región donde la violencia sigue determinando quién puede —y quién no— aspirar a liderar una nación. En términos democráticos, la pérdida de Uribe Turbay no es solo un golpe a una campaña; es un recordatorio brutal de que la fragilidad institucional y la impunidad siguen siendo los mayores enemigos del voto libre.

Este hecho vaya que sacudió el país y generó reacciones desde instancias gubernamentales y líderes sociales, incluyendo al presidente Petro y la vicepresidenta Márquez (El País). Volvió a colocar a Colombia en el mapa de la violencia electoral extrema y cuestionó seriamente la capacidad del Estado para proteger la política democrática (Reuters, 2025; El País, 2025; AP, 2025).

Conclusión

Desde el magnicidio de Álvaro Obregón en México en 1928 hasta el asesinato de Miguel Uribe Turbay en Colombia en 2025, América Latina ha mostrado una persistencia inquietante en el uso de la violencia para redefinir el destino político. No son episodios aislados, sino síntomas de democracias con fundamentos debilitados. La historia reciente demuestra que, sin cambios profundos y sostenidos, la política en la región seguirá siendo un terreno donde la vida de un candidato puede depender más de un arma que de una urna.

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