Por: Augusto Hernández
Ayer —sí, ese miércoles de insufrible calor político— el Senado mexicano dejó de ser templo del debate para mutar en algo así como un ring improvisado: Alejandro “Vandalito” Moreno, líder del PRI, y Gerardo “Ch@ng*le*n” Fernández Noroña, presidente del Senado, pasaron del rifirrafe verbal a los empujones... y luego a los pseudopuñetazos. Y todo, justo después de cerrar la sesión anticipadamente con el himno nacional. Qué forma tan teatral de ponerle cuerpo a la frase "política de altura".
Según crónicas diligentes, Moreno subió a la tribuna exigiendo la palabra, que el morenista le negó -tras un supuesto acuerdo previo-; el ambiente era ya tenso, pero fue al terminar el himno cuando todo estalló: empujones, golpes, gritos amenazantes como “te voy a partir la madre”, y un colaborador de Noroña —el camaraman Emiliano González— terminó en el suelo, vendado, con collarín y una cámara 360 intacta que registró cada toma como pelea de telenovela turca barata.
El propio Noroña detalló que presentará denuncias, mientras que el vicecoordinador de Morena, Ignacio Mier, admitió que median las posibilidades jurídicas de un desafuero parecen lejanas —“no alcanza”, dijo, quizá refiriéndose más al carisma institucional que a la ley. Por su parte, el MP acudió al Senado —casi como servicio a domicilio VIP que nosotros el pueblo no tenemos— a recibir la declaración de Noroña y agraviados, mientras en la plataforma “X” y otros espacios digitales, la ciudadanía salía con sus anti VIP momentáneos: “¿Cuánta gente se quedó sin poder presentar su denuncia por este servicio?”.
Todo incluido… salvo cordialidad
¿Qué tiene de singular este episodio? Primero, que el tan reverenciado recinto legislativo se prostituyó como escenario de violencia política literal. Segundo, que el desencadenante fue algo tan básico como la palabra: el derecho a hablar (o la falta de tal) sigue siendo arma arrojadiza en el Congreso.
Tercero, luce claro que estamos frente a dos estrategias orquestadas: una (Morena) que prefiere hablar menos y legislar más… o simplemente acallar la oposición; la otra (PRI) que, reducido en fuerza parlamentaria, recurre al zafarrancho como táctica para visibilizarse, aunque sea como espectáculo del pancracio -digno sólo de la Arena Coliseo-.
Finalmente, el trabajador del Senado o del equipo del Senador morenista, Emiliano González, resulta víctima colateral: acude a grabar, queda en medio y termina con lesiones. Se sacrifica por la crónica política; desde luego, su compromiso merece más que un collarín mal puesto, un avendaje que hubiera hecho mi sobrino en el kínder y una nota en redes.
Reflexión sin bandos ni banderines
Si algo nos deja esta escena -que ni Televisa en los 90´s hubiera pensado- es que la política mexicana, al menos en este momento, parece disputar méritos no en el Congreso, sino en las inmediaciones del absurdo. El debate de ideas sigue ausente, dominado por la crispación. El diálogo institucional no está de moda; la rutina es el choque frontal, gritos, desmanes y todo aquello que se acerque a LCDLF porque eso es lo que vende.
Ver al Senado convertido en ring podría ser hilarante si no fuera que, lamentablemente, esto empobrece la legitimidad democrática. Y, si además le sumamos la ironía de que ocurra al compás del himno nacional, tenemos todos los elementos para una comedia dramática donde los protagonistas olvidan que están obligados a sostener la decencia pública como mínimo y esto no por ser políticamente correctos, sino por representar al pueblo mexicano como su voz -sin olvidar que cobran del recurso del pueblo que representan-.
Síntesis rápida al estilo Señor de las Canas
- La sesión cerró con el himno… y abrió la puerta… a puños y empujones entre legisladores, dignos de reality show.
- Noroña presenta denuncia, Moreno niega agresión y acusa operación política. El MP acude con prontitud como servicio VIP al que no tenmos servicio ni asistiendo uno a las fiscalías.
- El desafuero tiene pocas probabilidades prácticas, aunque el costo político no se cuenta en pesos sino en credibilidad.
- La oposición radicaliza la confrontación, el oficialismo amordaza el intercambio… y el ciudadano paga las entradas con su paciencia.
Con esto cierro y dejo el escenario —aunque, claro, no me alejo por si hay un siguiente round—. Claro está, esto no es una cancha de lucha libre o boxeo, sino una arena política condenada a parecerlo.
No se toma partido, pero sí se señala el gesto pueril y el costo institucional. Que cada cual saque su conclusión, mientras el país observa que sus legisladores, en vez de curules, parecen preferir guantes de boxeo.
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