Escuchar es una acción que poco practican las y los
gobernantes. Entre más años pasan ejerciendo el poder, más se agrava la
sordera. Y esto es, en la gran mayoría de las ocasiones, por culpa de sus más
cercanos colaboradores, que, en un afán de mantener su empleo o cercanía,
nublan la visión del gobernante y lo aíslan del bullicio de las calles.
El poder, por sí mismo, tiene una extraña
capacidad de aislar a quienes lo ejercen. No importa si llegaron con promesas
de cambio, con discursos cercanos al pueblo o con la bandera de la honestidad;
tarde o temprano, la silla del poder les va tapando los oídos y les va cerrando
los ojos… pero con mucha ayuda del primer círculo de colaboradores.
Un gobernante pierde toda dimensión de la
realidad cuando el coro de alabanzas le endulza el oído y se transporta a esta
nueva dimensión en la que todo marcha perfecto, no existen los errores, quienes
critican son ninguneados y comienzan a ser personas descuidadas en sus
expresiones públicas.
En México nuestros gobernantes prefieren
rodearse de quienes les aplauden absolutamente todo, aunque la realidad les
grite lo contrario, y eso es lo más dañino para un ejercicio de gobierno. Entre
más años pasan en el cargo, más se agrava esa sordera selectiva. Ya no escuchan
el bullicio de las calles, ni las quejas de la gente, ni las voces que les
advierten que algo no anda bien. Y no es que no puedan escuchar, es que no
quieren.
El problema, claro, no es solo del que manda.
Sus colaboradores, esos que deberían ser los ojos y oídos del gobernante,
muchas veces se convierten en un retén militar. Por miedo a perder la chamba,
por quedar bien, por no incomodar, prefieren decirle al jefe o jefa lo que
quiere oír. Así, el gobernante termina viviendo en una burbuja, creyendo que
todo marcha de maravilla, mientras afuera la realidad es otra.
¿Y quién paga los platos rotos? Pues la
gente, como siempre. Porque cuando el gobierno deja de escuchar, las decisiones
se toman desde la comodidad del escritorio, lejos del sentir popular. Se
aprueban proyectos que nadie pidió, se ignoran problemas urgentes y se pierde
la confianza en las instituciones.
Por eso, en estos tiempos donde la distancia
entre gobernantes y gobernados parece crecer cada día, vale la pena recordar
que escuchar no es debilidad, es inteligencia. Que rodearse de gente honesta,
que diga las cosas como son, es la mejor manera de gobernar. Y que el poder, si
no se usa para servir y entender a la gente, no sirve para nada.
La persona gobernante debe de cuestionarse la
utópica realidad en la que vive: ¿cómo es posible que todo ande tan bien? La
perfección es un ideal inalcanzable, especialmente en la gestión de gobierno,
en la que siempre hay crisis que manejar, problemas que resolver.
Y más si la persona gobernante aspira a
seguir su carrera política debe hacer una introspección urgente y cuestionar a
su equipo sobre errores, fallas y omisiones (que siempre las hay). Si esa
persona aspira a un cargo mayor y su equipo cercano solo se ha convertido en
coro de alabanzas, el siguiente ascenso en su carrera quedará como un sueño no
realizado.


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