Por: Alberto Rivera
En tiempos de desinformación y saturación de mensajes, tener una imagen institucional poderosa no es cuestión de estética, sino de autenticidad. La marca no se reduce a un logotipo; es la suma de lo que decimos, hacemos y proyectamos. Es la promesa viva que se confirma todos los días con cada comportamiento, con cada decisión, con cada silencio y con cada gesto.
Lo he visto decenas de veces. Equipos de comunicación aferrados a un logotipo, convencidos de que una nueva tipografía o una campaña con frases pegajosas bastarán para transformar la percepción de una institución. Ilusos. En política y en gobierno, la imagen no se diseña… se provoca.
Hace algunos años, al concluir una consultoría con una dependencia estatal en el estado de Yucatán, uno de los directores me lanzó la pregunta que muchos se hacen pero pocos saben cómo responder:
—¿Cómo hacemos para que la gente nos vea distinto?
Mi respuesta fue tan clara como incómoda:
—Empiecen por comportarse distinto. La imagen que buscan no está en el diseño gráfico, está en sus decisiones.
Ahí reafirmé una lección crucial: una institución no es lo que afirma de sí misma; es lo que la ciudadanía percibe, interpreta y siente al interactuar con ella.
La imagen con poder no es la más estética, sino la más auténtica. No es la más producida, sino la más coherente. Porque al final del día, en la mente ciudadana no quedan almacenadas las palabras exactas, sino las emociones provocadas.
La ciudadanía recorre un camino silencioso pero crucial en su relación con cualquier institución: primero se pregunta quién eres, luego evalúa si le sirves, después decide si te cree, y finalmente determina si te defiende o te ignora. Esa secuencia —conocimiento, opinión, identidad, reputación— es el mapa invisible que toda estrategia debe contemplar.
Y ese camino no se transita con discursos técnicos ni boletines fríos. Se avanza con historias que conmueven, símbolos que conectan, causas que dan sentido. La neurociencia ya lo dijo: la emoción abre la puerta, la memoria la graba y la razón la justifica. Quien quiera construir una imagen institucional duradera debe hablarle a los cuatro rincones del cerebro: a la emoción, a la memoria, al propósito y a la lógica.
Ese trayecto —que comienza en la curiosidad y puede terminar en la defensa o el rechazo— debe ser el eje rector de toda estrategia de imagen institucional. Las instituciones que entienden este recorrido no solo comunican, conectan. Y eso solo ocurre cuando la estrategia deja de mirar hacia adentro y comienza a escuchar hacia afuera.
En muchas otras entidades, me he encontrado con instituciones que quieren comunicar mejor sin transformar sus prácticas internas. Quieren reputación sin antes construir identidad, y desean cercanía sin haber recorrido el territorio. La neurociencia ya nos lo había advertido: la emoción abre la puerta, la memoria la graba, el propósito da sentido y la razón justifica.
Por eso, una imagen sólida se construye hablando a todas las zonas del cerebro ciudadano:
- A la amígdala, con historias que emocionan.
- Al hipocampo, con símbolos memorables.
- Al giro cingulado, con causas que inspiran.
- Y a la corteza prefrontal, con resultados que convencen.
He aprendido que una buena imagen no necesita explicarse: se siente. Es esa sensación de confianza cuando un ciudadano recibe un servicio sin trabas. Es la empatía que se intuye cuando un servidor público te mira a los ojos y no desde arriba. Es la certeza de que detrás del escritorio hay una vocación, no solo un nombramiento.
Por eso, lo repito sin reservas:
- No vendas instituciones. Crea vínculos.
- No solo digas lo que haces. Muestra cómo lo haces.
- No repitas discursos técnicos. Traduce emociones ciudadanas.
- No busques que te admiren. Logra que te comprendan.
- Porque la imagen no se dice. Se provoca.
Hoy más que nunca, las instituciones no necesitan más maquillaje: necesitan más verdad. No requieren slogans vacíos, sino relatos que emocionen y actitudes que respalden. La nueva imagen institucional nace desde dentro y se proyecta hacia afuera. No empieza en la computadora del diseñador, sino en la voluntad del liderazgo para humanizar la gestión pública.
El verdadero poder no está en los reflectores, sino en lo que perdura cuando estos se apagan. Porque solo las instituciones que provocan emociones profundas logran sobrevivir al tiempo, a las crisis y a los gobiernos.