¿Quién escribe el guion de nuestra democracia?


Por: Néstor Solís Valdés

Dicen que en política el diablo está en los detalles; en 2025 habita en líneas de código que nadie lee pero todos obedecemos. 

Hace unos meses, mientras daba un paseo en bicicleta, miré el celular para revisar la aplicación de ritmo cardiaco. En pantalla apareció un recordatorio: “Hoy has caminado un 30% menos que ayer. ¿Desea un plan para mejorar su productividad?”. Producto de marketing, pensé. Pero la notificación venía de la misma empresa que desarrolla software de reconocimiento facial para gobiernos con vocación de Gran Hermano. Un parpadeo y la malla entre bienestar y vigilancia se volvió evidente. 

Panamá aún no instala cámaras inteligentes en cada esquina ni expide tarjetas de puntaje social, pero la tentación se respira. Si a la fiebre por inaugurar viaductos y estadios la acompaña el deseo de “optimizar” al ciudadano, la ecuación está servida: infraestructura más datos igual a control. El Beijing lo llaman “gobernanza inteligente”; en Moscú, “internet soberana”; en Caracas, “carnet de la patria”. La etiqueta poco importa; el resultado es siempre el mismo: un algoritmo decide quién entra, quién sale y quién se queda en la sombra. 

Lo insidioso del autoritarismo digital no es el látigo, sino el caramelo. Orwell amenazaba con la bota; Huxley ofrecía soma y entretenimiento perpetuo. Hoy Netflix y Tik Tok se encargan de la anestesia dopamínica mientras la cámara del semáforo anota nuestras faltas. El ciudadano deja de ser actor político para convertirse en KPI ambulante. 

¿Exageración? En 2021 se registraron 182 apagones de internet en 34 países. Cada blackout fue una versión contemporánea de quemar bibliotecas; silencio forzado para ganar tiempo al oder. Y no hablábamos de dictaduras exóticas; India, la “mayor democracia del planeta”, lidera el ranking de desconexiones. 

Aquí la gran trampa: creemos que la tecnología es neutral, cuando en realidad es el espejo donde se proyectan las obsesiones del gobernante de turno. Si el líder admira los rankings de disciplina asiática, pedirá cámaras; si teme protestas, clausurará las redes; si sospecha de la crítica, delegará en bots la tarea de hundir reputaciones. Llámelo Smart City, ciberseguridad o modernización del Estado; el apellido es irrelevante cuando el nombre propio es control. 

En comunicación política, aprendimos que no basta con decir la verdad; hay que conectar con los imaginarios del público. El poder entendió la lección e hizo un upgrade de su herramienta: ahora modela imaginarios con data en tiempo real, perfila micro audiencias y adelanta el golpe antes de que el adversario se asome. Una especie de Minority Report tropicalizado, donde el delito no es pensar distinto, sino pensar fuera del dashboard oficial. 

Frente a este panorama, la defensa democrática no puede limitarse a reformas electorales ni al heroísmo de tuiteros indignados. Necesitamos tres antídotos:

  1. Transparencia radical: algoritmos auditables. Si un software niega un préstamo o prioriza una licitación, debe explicar porqué.
  2. Alfabetización digital: entender cómo se colectan y comercian nuestros datos es tan básico como aprender a leer. Quien no sabe cómo opera su huella digital acepta ser mercancía. 
  3. Coalición cívica – empresarial: la empresa que hoy vende soluciones de vigilancia puede convertirse mañana en garante de derechos si el mercado – y la ciudadanía – premian la ética. La presión debe venir de inversionistas, consumidores y reguladores. 

Sé que suena ambicioso. Pero la historia demuestra que las libertades se pierden por goteo y se recuperan a contracorriente. Si algo nos enseña el triatlón – deporte que practico – es que llegar a la meta exige disciplina y equipo: nadar no solo basta, toca pedalear y correr junto a otros. El check-point democrático será superar la inercia del “no tengo nada que ocultar” y reconocer que, en realidad todos tenemos algo que proteger: la posibilidad de disentir sin pedir permiso al algoritmo. 

Porque al final, el problema no es la cámara ni el dato bruto, sino la asimetría del poder que se esconde tras el servidor. Cuando el Estado – o la big tech – se vuelve narrador omnisciente y nosotros simples personajes, la trama ya está escrita. Y si algo detesta un buen abogado es un contrato con letra chica y cláusula de confidencialidad perpetua. 

Hagamos, entonces, lo que hace cualquier jurista ante un documento abusivo: tachemos, renegociemos y firmemos solo aquello que respete nuestra condición de ciudadanos. El pulso por la democracia del siglo XXI no se librará en las urnas cada quinquenio, sino en millones de micro-decisiones tecnológicas cada día. 

La próxima vez que un reloj inteligente le sugiera “aumentar la productividad”, pregúntele quién define la métrica. Y recuerde la moraleja de Black Mirror – Nosedive: cuando los likes sustituyen la dignidad, el descenso no es virtual; es muy real. 

Mientras el algoritmo no se Constitución, siempre habrá espacio para el debate. Pero ese espacio se achica con cada clic sin conciencia. Alcemos la vista de la pantalla, respiremos hondo y – como la partida de un triatlón – decidamos si nadaremos a favor de la corriente autoritaria o si, a pesar del cansancio, romperemos olas en defensa de una red verdaderamente nuestra. 


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