Por: Gabriela Avendaño
Desde que leí el artículo del consultor Ricardo Gaibor —quien advertía que “mantener a líderes ineficientes es el lujo más caro de una empresa”— no he dejado de pensar que esa reflexión es aún más urgente en la vida pública. La ineficiencia en el liderazgo no solo cuesta dinero: erosiona la cultura organizativa y destruye la confianza ciudadana. Gaibor desgrana las consecuencias en el mundo empresarial y resultan inquietantemente familiares en la política:
- Alta rotación de personal. “Los colaboradores talentosos no abandonan empresas, abandonan líderes”. Lo mismo ocurre en los gobiernos: los servidores públicos capaces no renuncian a suvocación, sino a jefaturas que no escuchan ni comprenden la misión del servicio público.
- Clima laboral tóxico. Un liderazgo débil contagia desánimo. Peor aún, cuando alguien de alto rango busca ser el favorito de quien manda, bloquea la sinergia del grupo, entorpece procesos y crea disputas para no perder su cuota de poder. En lugar de sumar, erosiona el talento y aísla a la persona al mando.
Esta jaladerocracia impide la retroalimentación y fomenta el estancamiento.
Lecciones de tres países
¿Qué ocurre cuando esa mezcla de ineficiencia y adulancia se instala en la política? La experiencia de tres países ofrece lecciones contundentes. En Venezuela, el desgaste de las fuerzas tradicionales y sus liderazgos sordos allanó el camino para el teniente coronel Hugo Chávez Frías, un outsider que en 1992 encabezó un intento de golpe de Estado y que, seis años después, ganó la presidencia con más del 50 % de los votos. Su discurso contra los partidos de siempre capitalizó el desencanto y abrió un ciclo de hegemonía que desembocó en la actual crisis política y social.
En Argentina, el economista Javier Milei —descrito como una “experiencia casi religiosa” y abanderado de la lucha contra la “casta”— aprovechó el hartazgo con las estructuras peronistas y radicales para llegar al poder mientras los partidos tradicionales se dividían. Y en Colombia, el exguerrillero y exalcalde Gustavo Petro se convirtió en el primer presidente de izquierdas del país tras derrotar simultáneamente a todas las grandes colectividades tradicionales, que por primera vez perdieron juntas una elección presidencial.
Estos tres casos muestran que los outsiders no son monopolio de la derecha ni de la izquierda: pueden surgir desde cualquier espectro político si logran conquistar el desencanto provocado por liderazgos ineficientes en su momento.
Conclusión: romper el círculo vicioso.
La moraleja es clara: la ineficiencia no es solo un fallo de gestión, sino una enfermedad cultural. Los líderes eficaces no necesitan aduladores; necesitan críticas honestas y equipos competentes. La adulación “tiende una trampa” al adulado y lo aísla, impidiéndole corregir el rumbo. El costo de mantener líderes ineficientes —por comodidad, lealtad ciega o intereses creados— lo pagamos todos.
Las palabras de Gaibor deberían resonar no solo en quienes dirigen empresas, sino también partidos y gobiernos: renovar el liderazgo y desterrar la adulación no es un lujo, sino una estrategia de supervivencia. Necesitamos menos cortesanos y más debate; menos culto a la personalidad y más apertura a escuchar a quienes están al lado y debajo en las jerarquías. Solo así evitaremos que la ineficiencia se convierta en el lujo más caro de nuestras democracias y de nuestras organizaciones, y abriremos paso a una política que ponga en primer plano el mérito, la honestidad y la responsabilidad.