En México, la democracia se juega no sólo en las urnas, sino también en las calles, en las conversaciones cotidianas, en los silencios que dicen más que los discursos. Y el pasado domingo, durante la histórica elección de jueces y magistrados, el silencio fue ensordecedor.
A pesar de una campaña de promoción sin precedentes, impulsada desde el Congreso, desde el gobierno federal y replicada por gobiernos estatales y municipales, apenas el 13% del padrón electoral acudió a votar. De cerca de 98 millones de personas con credencial para votar, sólo 12 millones participaron. Y de esos, al menos el 20% anuló su voto de forma consciente o por desconocimiento, lo que deja una cifra de participación efectiva real que ronda los 8 millones. Es decir, sólo 1 de cada 12 mexicanos eligió. ¿Dónde estuvo el resto?
Es cierto que no hay precedentes comparables. Nunca antes se había votado para elegir a jueces y magistrados mediante sufragio popular. Pero también es cierto que la justificación política de esta elección se basaba en una afirmación rotunda: “el pueblo exige participar en la renovación del Poder Judicial”. Si ese pueblo, al que se le prometió poder y justicia, no acudió, entonces el fundamento político se tambalea.
El contraste con fenómenos sociales y mediáticos es revelador. Un programa de televisión de entretenimiento, “La casa de los famosos”, que semanalmente convoca votaciones entre sus participantes, logra más de 35 millones de votos. Sí, leyeron bien: 35 millones, y para poder votar hay que pagar. Esto no es una apología del espectáculo, sino un llamado de atención sobre dónde están hoy las emociones, los intereses y el sentido de comunidad.
Cuando una elección democrática formal moviliza menos de la tercera parte que un reality show, el problema no está en el ciudadano. Está en las instituciones, en el mensaje, en la estrategia, en el proceso. No se puede exigir participación si no se garantiza comprensión. No se puede hablar de justicia participativa si los nombres en las boletas no significan nada para la mayoría. Si a partir de la tercera boleta la gente ya no sabe a quién elegir ni por qué, entonces el modelo no funciona.
Este resultado, más allá de cualquier cálculo político, debería encender todas las alertas. Porque no sólo refleja una apatía circunstancial, sino un problema estructural: una desconexión creciente entre la ciudadanía y el aparato político. La gente no votó, no porque no le importe el país, sino porque no encontró sentido en esa elección. Porque no se sintió parte del proceso. Porque percibió que su decisión no tenía consecuencias claras.
Y esto no lo resuelve un discurso triunfalista. Declarar que la elección fue un éxito por el simple hecho de haberse realizado es una estrategia riesgosa. Porque banaliza la participación. Porque minimiza el desencanto. Y porque envía un mensaje de autoengaño que puede ser letal para cualquier proyecto político que aspire a perdurar más allá de un sexenio.
De cara a 2027, el desafío es monumental. Si se insiste en repetir este modelo de elección judicial junto con las elecciones constitucionales —gobernadores, diputados, senadores, alcaldes— se corre el riesgo de sobrecargar el sistema, de confundir al votante, de contaminar una elección con otra. El Instituto Nacional Electoral tendría que operar dos procesos paralelos, con reglas diferentes, papeletas distintas, y una logística complejísima. La experiencia reciente demostró que ni el votante ni el sistema están listos para eso.
Y más grave aún: persistir sin ajustes sería leer mal la historia. La legitimidad no se obtiene por decreto, ni se impone desde el poder. Se construye. Y se construye con participación auténtica, no inducida; con información clara, no propaganda; con candidatos visibles, no listas interminables; con procesos accesibles, no laberintos institucionales.
Esto no es una crítica a la participación popular. Al contrario. Es una defensa firme del principio democrático que dice que el pueblo sí debe tener voz. Pero esa voz debe ser libre, informada, respetada. Si no, es sólo una simulación.
Hay aquí una oportunidad. Dolorosa, sí. Pero real. O se interpreta este resultado con honestidad y se rediseña el camino, o se repite el error con consecuencias impredecibles. La historia política mexicana está llena de momentos en los que se confundió voluntad popular con control político. Hoy, el silencio de las urnas nos recuerda que no basta con abrir espacios: hay que hacerlos habitables.
Que no se repita la historia. Que esta elección sin pueblo sirva para entender que la participación no se decreta: se merece.