Columna
Por Edurne Ochoa
Con la llegada del COVID-19 el reloj del planeta nos enseñó que el futuro es hoy y que ya no tenemos tiempo para posponer la corresponsabilidad que el cuidado del planeta nos exige. Hace décadas que escuchábamos sobre el calentamiento global, sobre el daño de la emisión de gases contaminantes, del efecto invernadero, sobre la necesidad de emplear energías limpias, de sustituir procesos para hacerlos sostenibles y sustentables. Todo eso lo pensábamos lejano y ajeno. Como algo que tarde o temprano otros más deberían hacer, para aportarle al medio ambiente un poco del equilibrio perdido por tanta devastación y explotación irracional. Pero el futuro nos alcanzó y la lección ha tenido que ser aprendida dolorosamente. La humanidad no pudo evadir enfrentar el daño que una pandemia causó y menos aún, hacer frente sin tantos daños a las implicaciones que el confinamiento recomendado como medida de control ante la crisis sanitaria se implementó en la mayor parte de los países.
Si nuestro consumo fuera menos dependiente del comercio global y estuviera más vinculado con la producción comunitaria, muchos de los impactos colaterales que el confinamiento por pandemia provocó entre las personas se hubieran atenuado. Si nuestra alimentación fuera más nutritiva y menos basada en productos procesados de escaso valor nutrimental, los factores predisponentes que incrementaron la mortalidad entre quienes se infectaron por este virus no habrían sido tan devastadores. Si nuestros hábitos incluyeran el ejercicio cotidiano, tal vez habríamos tenido más defensas para que nuestro cuerpo le hiciera frente a la infección de un virus que cobró una factura muy alta y con efectos que en el largo plazo aún no terminamos de conocer. Si nuestra calidad de vida estuviera más equilibrada, permitiéndonos no ser rehenes del estrés que provoca el estrépito cotidiano de la vida actual, quizá habría sido menos complejo cambiar el entorno laboral y escolar de lo público a lo doméstico y tal vez si eso hubiera sucedido, el costo que en materia de violencia familiar cobró el confinamiento, habría sido menos elevado. El tiempo que tenemos es el presente y para ello, es imprescindible asumir con responsabilidad los retos que implica la agenda medioambiental que es claramente transversal a la agenda del desarrollo. Tras 20 de haberse celebrado la Cumbre para la Tierra que tuvo lugar en Río de Janeiro en 2009, aquel momento permitió arribar a dos acuerdos fundamentales: una economía verde en el contexto del desarrollo sostenible y para la erradicación de la pobreza; y el marco institucional para alcanzarlo.
Pese a que no ha logrado alcanzarse el cambio en el modelo del desarrollo, a esa agenda que debe ser el eje para el diseño de políticas públicas, urge añadirle otros ingredientes inaplazables a la ecuación como la búsqueda por alcanzar el bienestar humano y la equidad social. No tenemos tiempo para las demoras. Dice Antonio Guterres que “el punto de no retorno del cambio climático se precipita hacia nosotros” (2020), por lo que es menester hacer valer cada uno de los acuerdos internacionales alcanzados en los acuerdos regionales y hemisféricos y apegarse al cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible planteados para el 2030, para que en el concierto de los esfuerzos que cada una de las naciones pertenecientes a la OEA, pueda constituirse un paso adelante hacia alcanzar la gran meta común de alcanzar un futuro verde en el que las personas todas podamos vivir mejor.