De la alternancia al extremo: anatomía del quiebre político chileno
Por: Leonardo Silva Melgarejo
Chile
no llega a este momento desde el colapso económico ni desde el desorden total.
Llega, de manera inquietante, desde
la estabilidad. Con una inflación contenida en rangos cercanos
a los niveles previos a la pandemia, un mercado laboral que muestra signos de
recuperación y tasas de homicidios que, aun siendo motivo de preocupación,
registran una baja respecto de los peores años recientes, el país no enfrenta
una crisis material estructural. Y,
sin embargo, el péndulo político se fue al extremo. No hacia una
derecha liberal ni hacia una alternancia tradicional, sino hacia una
ultraderecha ideológica, dogmática y abiertamente reaccionaria, que concibe el
orden como principio rector, aun cuando ello implique tensionar derechos,
libertades y consensos que Chile tardó décadas en construir.
Eso
es lo verdaderamente inquietante.
La
derrota del progresismo no es solo electoral: es simbólica. El ciclo político
que prometió ampliar derechos, profundizar la democracia y humanizar el modelo
terminó administrando expectativas frustradas, hablando en clave moral mientras
la vida cotidiana se volvía más áspera. El gobierno de Gabriel Boric logró
estabilizar variables macroeconómicas clave, pero no consiguió disipar la
percepción de desorden, inseguridad y falta de control que se instaló como
telón de fondo del debate público.
Pero
si el progresismo cae, la
centroderecha simplemente se rinde. La desaparición práctica de
Chile Vamos como fuerza articuladora no es un accidente: es el resultado de
años de ambigüedad, cálculo y miedo a confrontar. En lugar de defender una
derecha democrática, liberal y dialogante, optó por correrse al costado y dejar
que el espacio lo ocupara el discurso más duro, más simple y más peligroso.
Ese
vacío lo llena José Antonio Kast. Y aquí no hablamos solo de una opción
conservadora más. Hablamos de un proyecto marcado por una deriva autoritaria y dogmática,
que cuestiona derechos ya conquistados, reinstala convicciones religiosas en la
política pública y propone el orden como valor absoluto, incluso a costa de las
libertades.
El
temor no es retórico. Es concreto. Cuando se relativizan los derechos
reproductivos de las mujeres, cuando se demoniza la educación sexual, cuando se
habla de la “familia” como dogma excluyente y no como realidad diversa, no estamos ante un debate técnico,
sino ante un retroceso profundo en los estándares democráticos. La historia
demuestra que estos procesos rara vez comienzan con rupturas abruptas.
Comienzan
con la normalización del lenguaje excluyente, con la idea de que ciertos
derechos son prescindibles y de que el diálogo es una concesión innecesaria. En
ese marco, el acuerdo deja de ser un componente esencial de la democracia y
pasa a ser interpretado como una amenaza al orden.
Esta
elección es distinta porque quiebra un patrón histórico. Incluso en contextos
de alta polarización, Chile había preservado una alternancia responsable, como
la que caracterizó los gobiernos de Sebastián Piñera, con todos sus errores,
pero también con límites claros frente a la concentración del poder. Aún hoy,
figuras como Evelyn Matthei representan una derecha institucional, compatible
con la democracia liberal y el respeto por el pluralismo. Esa opción existía. No fue elegida. Fue abandonada,
desdibujada y empujada al abismo por su propio sector.
Chile
no está votando esperanza. Está votando miedo. Miedo al delito, al cambio, a la
incertidumbre. Y cuando el miedo manda, los
proyectos iliberales no necesitan imponerse por la fuerza: pueden legitimarse
perfectamente en las urnas.
El
problema no es solo Kast. Es un sistema político que dejó de defender con
convicción los equilibrios republicanos, que relativizó los derechos adquiridos
y que permitió que la democracia liberal dejara de ser un punto de consenso. Su
defensa no es una consigna ideológica, sino una condición mínima de estabilidad institucional.
Porque cuando el autoritarismo dogmático avanza amparado en la biblia, la
bandera y una noción rígida de orden, lo
primero que cae no es la economía: son las libertades, aunque
sus efectos más profundos se manifiesten mucho después.
Y
cuando ese proceso se consolida, la historia enseña que el margen para
corregirlo suele ser estrecho.

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