Por: Luis Duque
En Colombia, la política dejó de ser una herramienta de transformación para convertirse en un reality con presupuesto público. Cada cuatro años fingimos que elegimos al salvador, mientras lo que realmente hacemos es lanzar una moneda al aire y rogar que caiga del lado menos incendiario.
2026 no será la excepción. Ya se están armando las campañas, y como es costumbre, todo empieza con un diagnóstico más o menos obvio: la gente está molesta, desconfiada, harta. La clase política perdió el crédito, el discurso perdió el contenido, y los ciudadanos… bueno, ellos siguen pagando el precio.
Si algo ha demostrado Latinoamérica en los últimos años —Colombia incluida— es que el problema no es la falta de elecciones, sino la falta de ejecución. Aquí las campañas siguen siendo grandes ejercicios de consultoría emocional: se identifican frustraciones, se decoran con storytelling, se viralizan con reels. Pero después, cuando toca gobernar, el libreto se les acaba.
El gobierno actual llegó con un relato potente, una narrativa de cambio apoyada en años de oposición y un contexto emocional favorable. Pero como suele pasar, el relato fue mejor que la realidad. Hoy muchos de sus antiguos aliados hacen fila para declararse decepcionados... y precandidatos.
Mientras tanto, la oposición está ocupada compitiendo por ver quién dice más veces la palabra “cambio” sin tener que explicar exactamente qué significa. Y así, entramos a 2026 con la paradoja de siempre: todos quieren ser la alternativa, incluso los que ya fueron parte del problema.
El debate ya no es ideológico. No es izquierda versus derecha. Ni siquiera es continuidad versus ruptura. El verdadero clivaje es entre capacidad e incapacidad. Entre los que saben qué hacer y los que creen que gobernar es igual a opinar con autoridad en Twitter.
La desconexión entre el marketing político y la gestión pública es cada vez más peligrosa. La ciudadanía exige resultados, pero recibe promesas bien diseñadas. Las redes sociales amplifican todo, menos la coherencia. Y el talento político se mide más por carisma que por experiencia.
Colombia, como muchos países de la región, está atrapada en un ciclo de hipermediatización de la política: líderes que brillan en campaña y se diluyen en el poder. Narrativas que emocionan, pero no ejecutan. Gobiernos que improvisan, y electorados que castigan... eligiendo al siguiente improvisado.
Para 2026, el país necesita más que un candidato viral. Necesita un equipo que sepa gobernar, una hoja de ruta clara, y liderazgo con la madurez suficiente para entender que el poder no es un trofeo, es una carga. Porque lo que está en juego no es un cargo, es la estabilidad institucional, la capacidad de generar confianza y, sí, de cumplir.
Y aquí viene la parte incómoda: muchos de los actores políticos que hoy se presentan como opción no están listos. No tienen equipo, no tienen método, y lo que es peor, no tienen autocrítica. Prometen eficiencia cuando no han gestionado ni un consejo de ministros. Hablan de recuperar la confianza sin revisar por qué la perdieron.
Si algo necesita Colombia —y buena parte de la región— es que gobernar vuelva a significar algo más que ganar elecciones. Que vuelva a ser un ejercicio técnico, ético y responsable. Que quien llegue a la presidencia no se sienta una figura histórica, sino un servidor público con tareas urgentes.
La política no puede seguir siendo una extensión del marketing. Porque mientras las campañas se ganan con narrativa, los países se pierden por incompetencia. Y en Colombia ya no hay margen para ensayos.
La pregunta no es quién puede emocionar al electorado. La pregunta es: ¿Quién puede ejecutar?
Porque en 2026 no se trata de elegir al más simpático. Se trata de elegir al más capaz. Y sí, eso suele ser menos atractivo. Pero, con suerte, también es menos desastroso.