¿Por qué los partidos democráticos deben reaccionar antes
de que sea demasiado tarde?
Una periodista es atacada en redes por fiscalizar al poder.
Un magistrado es ridiculizado en cadena nacional. Una universidad pública es
acusada de ser enemiga del pueblo. No es una distopía, es Costa Rica. La
deslegitimación progresiva de las instituciones no comenzó ayer, ni es casual:
responde a una estrategia política deliberada, disfrazada de eficiencia y envuelta
en narrativa de "ruptura", que busca concentrar poder mientras
debilita cualquier contrapeso.
La historia reciente costarricense muestra una secuencia
inquietante. Lo que comenzó como un desencanto social legítimo hacia la
corrupción y la ineficiencia, se transformó rápidamente en un caldo de cultivo
para discursos anti-institucionales. Algunos de estos discursos encontraron eco
en sectores del electorado hastiados, con razón, por la lentitud de la
justicia, la burocracia estatal o la arrogancia de ciertos liderazgos. Sin
embargo, lo que parecía un impulso regenerador pronto dio paso a una lógica peligrosa:
la de destruir lo existente sin construir nada duradero a cambio. Este patrón
no es nuevo. En muchos países, el populismo llega con promesas de depuración
moral y termina con el desmantelamiento de los fundamentos democráticos.
No estamos ante un golpe de Estado clásico, con tanques ni
estados de sitio. Estamos ante un tipo de erosión más sofisticada: aquella que
vacía a las instituciones desde dentro, las convierte en caricatura, las
inutiliza y, finalmente, las desecha. Es el tipo de proceso que vimos en El
Salvador, donde se concentró todo el poder en una figura populista con el
pretexto de "limpiar la corrupción". Hoy, los medios independientes
han sido cerrados, el Congreso fue sustituido por fieles del Ejecutivo y las
libertades están bajo amenaza constante. En Estados Unidos, lo vivimos con un
asalto al Capitolio motivado por una mentira repetida hasta el hartazgo,
símbolo del poder destructivo de la desinformación. En Perú, la deslegitimación
de todas las instituciones —presidencia, Congreso, fiscalía, partidos— ha
llevado al país a una parálisis casi crónica.
Costa Rica no ha cruzado ese umbral pero lo está rozando.
Las señales son claras: desprecio a los órganos constitucionales,
desinformación sistemática, ataques coordinados contra los medios y una
retórica divisiva desde el poder. Y lo más grave es que estas señales avanzan
sin una respuesta articulada y contundente desde los sectores que, en teoría,
deberían defender la democracia con uñas y dientes.
La situación es todavía más preocupante porque quienes
deberían encender las alertas y liderar la contención, los partidos políticos
democráticos tradicionales, se encuentran entre la parálisis y la confusión.
Las agrupaciones tradicionales, como el PLN o el PUSC, arrastran un
desprestigio acumulado por errores pasados, pactos poco transparentes y una
cultura de lealtades internas que ha sofocado la renovación. El PAC tardará
varios periodos en recuperar su capital político siempre y cuando no cometa el
error de apresurar los tiempos creyéndose merecedor de un reconocimiento
ciudadano que, nos guste o no, no lo tienen algunas figuras que intentan decir
presente. El FA, por su parte, quien goza de una buena reputación por su
reciente trabajo legislativo no logra convertir la simpatía en intención de
voto. Estos partidos que durante décadas representaron estabilidad, hoy
enfrentan una disyuntiva: renovarse o desaparecer. Por su parte, los
movimientos progresistas emergentes —que nacieron como reacción a ese agotamiento—
aún no logran constituirse como alternativa estructurada. Suelen priorizar la
pureza ideológica sobre la construcción de alianzas estratégicas, y su
desconexión con los territorios les impide generar raíces profundas. A la falta
de confianza ciudadana se suma, entonces, la falta de estrategia política.
Así, el vacío lo llena el cinismo, la desinformación y el
discurso que convierte al adversario en enemigo. La política en Costa Rica,
como en tantas otras democracias contemporáneas, ha dejado de ser un espacio
para deliberar y se ha transformado en un terreno de guerra simbólica. Las
redes sociales han amplificado este fenómeno, alimentando una lógica en la que
solo hay dos posiciones posibles: estar conmigo o contra mí. Se anula la
posibilidad del disenso, se ridiculiza la diferencia, se normaliza la violencia
verbal y se fomenta el miedo como instrumento de movilización. Este ambiente
hostil no solo bloquea acuerdos: justifica, incluso, el abuso de poder con la
excusa de estar "defendiendo al pueblo".
En Colombia, la narrativa de seguridad y orden ha sido
utilizada históricamente para legitimar el uso desproporcionado de la fuerza,
marginar a sectores críticos y silenciar a comunidades enteras. En Chile, la
polarización generó un choque entre una élite política desconectada y una
ciudadanía movilizada, lo que derivó en un proceso constituyente cargado de
tensiones y expectativas truncadas. Incluso en democracias sólidas como
Alemania o Francia, la irrupción de discursos extremistas en el Parlamento refleja
una tendencia global: cuando los partidos tradicionales fallan en responder a
las crisis, emergen proyectos que capitalizan el miedo y el resentimiento.
No se trata de caer en el alarmismo, sino de leer el
momento con claridad. Los partidos democráticos siguen siendo —aunque
deteriorados— uno de los pocos diques que pueden contener esta ola autoritaria.
Pero necesitan renovarse, activarse y sobre todo, dejar de competir entre ellos
por migajas electorales. Lo que está en juego ya no es la hegemonía partidaria,
sino la viabilidad misma del pacto democrático.
Se necesita una alianza mínima con propósitos máximos:
defender el Estado Social de Derecho, blindar la independencia judicial,
proteger la libertad de prensa y garantizar una vida política basada en el
respeto mutuo. Si países como España, Uruguay o Chile lograron formar frentes
democráticos —aunque fueran incómodos— para sostener sus sistemas, Costa Rica
también puede hacerlo. Pero hay que dejar de postergar lo inaplazable.
Esa alianza no puede ser meramente simbólica. Tiene que
construirse sobre objetivos concretos y urgentes: la defensa del sistema
universal de salud pública, de la educación como derecho y no como mercancía, y
del principio fundamental de que el Estado debe estar al servicio del bien
común y no del lucro de unos pocos. Hoy, los intentos de privatizar la Seguridad
Social, de debilitar las universidades estatales por ejemplo y de tratar al
Estado como una empresa gerencial no son políticas aisladas: son parte de una
visión de país incompatible con la justicia social. Y si quienes defendemos el
Estado Social de Derecho no asumimos la tarea de recuperar el poder político,
otros lo ocuparán para desmontarlo.
Por eso, la coalición amplia que hoy se necesita no es
simplemente electoral: es estratégica, cultural y territorial. Tiene que nacer
desde abajo, desde las comunidades, desde los movimientos sociales,
estudiantiles, ambientales y religiosos que todavía creen en el bien común.
Pero también debe incluir a liderazgos responsables de los partidos, dispuestos
a dejar de lado los cálculos mezquinos y a sentarse en la misma mesa con otros
sectores democráticos. Porque lo que está en juego no es solo el modelo de desarrollo,
sino la convivencia misma.
Una de las claves para fortalecer esta coalición es
articular la memoria histórica y la proyección de futuro. El Estado Social de
Derecho costarricense no fue un accidente. Fue una construcción política
deliberada, gestada en momentos difíciles, en medio de conflictos ideológicos
profundos. Recordar ese legado no es nostalgia: es una brújula. Así como lo fue
en 1949, la Constitución sigue siendo un acuerdo de base que debe defenderse no
por tradición, sino por convicción. Entender la historia institucional costarricense
es fundamental para combatir la desinformación que pretende instalar la idea de
que el Estado siempre ha sido ineficiente, corrupto o innecesario.
De igual forma, es urgente construir una visión
prospectiva: ¿qué pasará si no se actúa? ¿Qué país tendremos en cinco o diez
años si continúa el desmantelamiento institucional, el desprecio por el
conocimiento científico, por las artes, por la educación de calidad, el recorte
de derechos sociales, y la polarización como norma? Un escenario posible es el
deterioro del sistema de salud hasta niveles irreversibles, el abandono del
acceso universal a la educación superior, el crecimiento de la desigualdad social
y la consolidación de un poder autoritario disfrazado de eficiencia. Ante eso,
no podemos permitirnos la pasividad. La anticipación también es una forma de
resistencia.
Finalmente, incorporar testimonios vivos puede ser una
herramienta poderosa. Profesores universitarios que han visto recortados sus
presupuestos, médicos de la CCSS que denuncian el desmantelamiento silencioso
del sistema, estudiantes que perciben la precarización de su educación, jueces
que enfrentan presiones políticas: sus voces deben ser parte del debate
público. El discurso democrático necesita encarnarse en vidas reales. En
narrativas humanas. En causas concretas. El silencio no es opción.
Una posible hoja de ruta podría incluir desde la
conformación de una plataforma de convergencia democrática entre partidos,
universidades, sindicatos y organizaciones ciudadanas, hasta reformas internas
urgentes en los propios partidos: apertura real a liderazgos jóvenes,
elecciones internas limpias y transparencia absoluta. También es hora de dar la
cara públicamente: promover campañas coordinadas en defensa de las
instituciones, convocar al debate público y recuperar la pedagogía política.
Que la ciudadanía entienda por qué el TSE importa. Por qué la Sala
Constitucional es clave. Por qué sin contrapesos, el poder se convierte en
amenaza.
Hoy, la democracia costarricense no está muriendo por un
golpe. Está enfermando lentamente por omisión, por cálculo, por cobardía. Los
partidos democráticos no están muertos, pero sí heridos. Y aun así, siguen
siendo nuestra mejor herramienta colectiva para evitar que todo colapse. La
pregunta no es si habrá consecuencias si no se actúa. La pregunta es si alguien
recordará, dentro de unos años, quién tuvo la valentía de alzar la voz cuando
aún estábamos a tiempo.
Esta no es una columna para compartir con resignación. Es
una invitación directa a actuar, a hablar, a organizarse. Porque esta vez, si
la democracia cae, no será por sorpresa. Será por falta de pactos.
Tampoco es momento para callar. Guardar silencio ante la injusticia institucional es facilitarla. Y mucho menos es tiempo para el miedo. El discurso de odio que proviene desde el poder ejecutivo pretende intimidar, dividir y paralizar. No podemos permitirlo. La mejor respuesta es mantener la calma, contrarrestar el odio con firmeza y con humildad, reconociendo los errores cometidos en el pasado, y multiplicar los espacios de encuentro entre quienes piensan diferente pero comparten valores democráticos. Lo que necesitamos no es uniformidad, sino respeto; no es sumisión, sino colaboración; no es fanatismo, sino diálogo. Es tiempo de unirnos no a pesar de nuestras diferencias, sino por ellas, porque en la diversidad está también la fuerza del pacto democrático.. Es una invitación directa a actuar, a hablar, a organizarse. Porque esta vez, si la democracia costarricense cae, no será por sorpresa. Será por falta de acuerdos.