La democracia en modo suspensión: shutdown en América

La democracia en modo suspensión: shutdown en América

Por: Augusto Hernández

Hay fechas que no deberían existir en la historia de una nación. Momentos en que la política, que debería ser la vía para resolver conflictos, se convierte en la causa del colapso de lo esencial. El 1 de octubre de 2025, el gobierno de Estados Unidos —la nación que se precia de ser el “faro del mundo libre”— dejó de funcionar. No por una guerra. No por un terremoto. No por un ataque externo. Fue un suicidio institucional: un “shutdown”.

Y no cualquier cierre. El más largo de toda su historia: 43 días.
Cuarenta y tres días sin gobierno pleno. Cuarenta y tres días con oficinas cerradas, empleados sin cobrar, visas estancadas, museos apagados, subsidios congelados, ciencia suspendida, esperanza extraviada y 3 de mis vuelos cancelados, más 2 retrasados.

¿Puede una potencia mundial simplemente… apagarse?

La respuesta es sí. Y lo más grave: puede volver a pasar.

 El sistema se rompe… desde adentro

El shutdown no es un misterio arcano. Es la versión moderna de la guerra de trincheras: dos bandos (Demócratas y Republicanos) se parapetan tras posiciones irreconciliables y dejan de cumplir su deber más básico: garantizar el funcionamiento del Estado.

En este caso, la causa inmediata fue la incapacidad del Congreso para aprobar el presupuesto federal. Una pelea con múltiples frentes: seguros médicos, defensa, migración, energía, políticas climáticas y, por supuesto, las elecciones intermedis de 2026 en el horizonte.

Pero más allá de los tecnicismos, lo que ocurrió fue un síntoma.
Un síntoma de una enfermedad que corroe a las democracias: la polarización extrema, la pérdida de propósito común, la incapacidad de pactar.

 Cuando el gobierno no gobierna

Durante esos 43 días, más de 800,000 empleados federales fueron suspendidos o trabajaron sin salario. Imagínelo por un momento:

Guardaparques obligados a cerrar Yellowstone y el Gran Cañón; Controladores aéreos operando sin recibir un centavo y por ello, su servidor sin poder salir de Washintong junto a miles de usuarios en todo el país; Investigadores científicos dejando experimentos en pausa; Solicitantes de asilo y visas atrapados en el limbo burocrático; Madres solteras sin acceso al programa de ayuda alimentaria (SNAP); Veteranos sin poder agendar citas médicas y; Procesos judiciales detenidos, expedientes congelados.

La maquinaria de lo cotidiano se detuvo. No lo suficientemente para generar caos total, pero sí para enviar un mensaje aterrador: la democracia estadounidense es capaz de autoboicotearse.

 ¿Y por qué debería importarnos?

Porque lo que ocurre en Washington resuena en cada rincón del planeta.

Algunas sencillas razones son: Las embajadas redujeron operaciones: citas canceladas, trámites estancados; Se congelaron fondos para cooperación internacional; Los mercados financieros globales temblaron ante la incertidumbre; Empresas exportadoras a EE.UU. vieron ralentizadas sus operaciones; El dólar osciló y; millones en América Latina —que dependen de programas, visas, remesas o comercio con EE.UU.— se vieron, como siempre, entre las ruinas invisibles de las decisiones ajenas.

No es solo un problema de ellos. Nos afecta. A todos.

 Lo que se pierde no se recupera

Algunos dirán: “ya se firmó un acuerdo, todo vuelve a la normalidad.”
Pero la normalidad es un espejismo.

Como dice la letra de la canción de la Arrolladora Banda El Limón “… Pero ya es muy tarde, el mal ya está hecho”, los resultados son:

 Familias endeudadas; Proyectos científicos truncos; Servicios públicos degradados; Confianza erosionada; La imagen de un país que se suponía funcional… hecha añicos.

Una semana de cierre cuesta miles de millones de dólares al PIB. Pero más caro aún es el mensaje que queda grabado en la conciencia colectiva: que los políticos prefieren ganar debates a gobernar con responsabilidad.

 ¿Qué nos dice esto sobre el estado actual de la democracia?

Que está enferma; Que sus instituciones no son inmunes al ego, al cálculo electoral, al rencor partidista; Que incluso en el país que diseñó el modelo moderno de división de poderes, los pesos y contrapesos pueden convertirse en frenos y en trampas.

El Congreso ya no legisla: chantajea; El presidente ya no negocia: impone o se repliega; Y el ciudadano… observa con hastío, impotencia o rabia.

  El día que el mundo vio a EE.UU. fracasar… sin disparar un solo tiro

El mundo observó, entre incrédulo y resignado, cómo una superpotencia se rendía ante su propio laberinto burocrático y su ceguera partidista.

El país que lidera al G7, que firma tratados, que da lecciones de gobernabilidad al sur global… fue incapaz de pagar a sus propios trabajadores por más de un mes.

Y no, esto no es nuevo. En 2018 ocurrió algo similar (duró 35 días); En los 90, también.

Pero esta vez… fue peor. Más largo. Más dañino. Más desnudo.

 ¿Y ahora qué?

El acuerdo firmado el 12 de noviembre solo compra tiempo hasta enero de 2026. Otra bomba de tiempo.

La amenaza no desaparece: se aplaza.

Y es ahí donde aparece la gran pregunta:

¿Cuánto más puede resistir una democracia que juega con su propia parálisis como si fuera estrategia política?

 Epílogo: apagar el Estado no es gobernar

Un shutdown no es sólo una anécdota para el próximo libro o la charla de café, es más bien un reflejo de la fragilidad política; Es la renuncia —temporal, sí, pero devastadora— a la responsabilidad de gobernar.

Es poner a millones de personas en pausa para ganar un punto en una encuesta.

Y es también una advertencia para todos los sistemas democráticos del mundo:
Si el país con el presupuesto más grande, el ejército más poderoso y las instituciones más antiguas puede dejar de operar por un berrinche legislativo, entonces nadie está a salvo.

Quizá este no sea un final…

Tal vez sea solo un ensayo.

Pero lo que está claro es que la democracia no necesita enemigos externos para fallar. A veces, basta con que sus actores principales dejen de creer en el bien común.

¿Qué opinas tú? ¿Crees que esto podría pasar en tu país? ¿Quién gana con un shutdown… y quién siempre pierde? Te leo en los comentarios.

 

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