La política de la intuición: las lecciones de Kahneman y Tversky
Por: Alberto Rivera
En
política, como en la vida, la mayoría de las decisiones no se toman por la
razón, sino por la intuición. Amos Tversky y Daniel Kahneman, dos psicólogos
israelíes que transformaron la comprensión del comportamiento humano,
demostraron que el pensamiento racional es mucho más limitado de lo que
creemos. La mente, dijeron, no calcula: ataja. No evalúa todas las opciones
posibles, sino que recurre a atajos mentales —heurísticas— que simplifican la
realidad para decidir más rápido, aunque a veces con errores previsibles. En el
terreno político, donde las emociones pesan más que los argumentos y el tiempo
de atención se mide en segundos, esas heurísticas no solo explican cómo
votamos, sino por qué creemos lo que creemos.
El
ciudadano no analiza cada propuesta, no compara datos ni estudia las trayectorias
con rigor académico. Su mente busca señales rápidas: quién le inspira
confianza, quién le resulta familiar, quién le genera empatía. La heurística de
representatividad explica por qué un candidato que “parece líder” —por su voz,
su porte o su lenguaje corporal— proyecta más autoridad que uno con mayor
preparación. La heurística de disponibilidad revela que lo reciente o lo
impactante pesa más que lo constante: un escándalo, un video viral o un rumor
pueden alterar la percepción pública con mayor fuerza que años de trabajo. Y la
heurística del afecto muestra que lo que sentimos por alguien condiciona lo que
pensamos de él; cuando un político nos cae bien, le perdonamos errores, y
cuando nos cae mal, lo culpamos incluso de lo que no hizo.
De esa
misma lógica nace el efecto halo, una de las ilusiones más poderosas de la
psicología política. Ocurre cuando una característica positiva —una sonrisa
sincera, una historia emotiva o una frase inspiradora— ilumina todo lo demás.
Un solo rasgo favorable se proyecta sobre el conjunto y distorsiona el juicio:
si alguien nos parece confiable, asumimos que también es competente; si nos
parece empático, lo creemos honesto. El halo no se razona, se siente. Lo que
brilla en un líder tiende a cubrirlo todo. Y su reverso es igual de implacable:
un error, un gesto de soberbia o una declaración desafortunada pueden
ensombrecer una carrera entera. En política, la primera impresión no solo
cuenta: a menudo sentencia.
Kahneman lo
resumió con una frase que debería estar escrita en todo cuarto de guerra: “Lo
que ves es todo lo que hay.” El cerebro humano no busca más información cuando
algo le resulta coherente o emocionalmente satisfactorio. Si el mensaje encaja
con lo que queremos creer, si la historia toca una fibra personal, si el
símbolo transmite sentido, dejamos de cuestionar. Por eso, las campañas más
eficaces no compiten por demostrar quién tiene la razón, sino por conquistar la
emoción que guía la razón.
El voto, al
final, es una respuesta emocional disfrazada de decisión racional. Kahneman
habló de dos formas de pensar: la rápida, intuitiva y automática; y la lenta,
analítica y deliberada. En política, casi todo ocurre en la primera. El elector
siente primero, decide después y, finalmente, inventa razones para justificar
su decisión. En la era digital, ese proceso se ha acelerado: una imagen puede
construir o destruir credibilidad más rápido que cualquier debate. Las redes
sociales son el laboratorio perfecto de las heurísticas: un territorio donde la
emoción se impone, la atención es breve y el juicio es instantáneo.
Comprender
esto no es un llamado a manipular, sino a comprender la naturaleza humana. El
estratega que domina las heurísticas no busca engañar, sino conectar. Entiende
que el poder se construye desde la percepción, que la confianza es un proceso
emocional y que los ciudadanos no votan por quien les explica mejor el país,
sino por quien les hace sentir parte de una historia. La política no se gana
con datos fríos, sino con símbolos que transmiten sentido y emociones que
ordenan el caos. En el fondo, el liderazgo verdadero no consiste en imponer
razones, sino en inspirar certezas.
Kahneman
decía que la razón siempre llega tarde. Y tenía razón. Llega cuando la emoción
ya ha decidido. Por eso, quien aspira a gobernar no solo debe entender los
números, sino también las emociones que los mueven. Porque el poder, antes que
institucional, es psicológico; antes que visible, es perceptivo; antes que
racional, es profundamente humano. La política no se decide con la cabeza: se
decide con esa mezcla de intuición, deseo y simbolismo que hace que un pueblo
confíe, siga y crea.

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