Por: Helios Ruíz
La democracia se construye con esfuerzos constantes, reformas progresivas y, sobre todo, confianza. En las últimas décadas, México logró avances importantes en la organización de elecciones confiables, alejándose de prácticas oscuras que marcaron su pasado. Sin embargo, los recientes cambios en la estructura del recuento de votos y la implementación de mecanismos provisionales generan dudas sobre la solidez de este sistema que tantos años costó perfeccionar.
El Instituto Nacional Electoral (INE), un pilar de esta democracia ha aprobado para las elecciones del Poder Judicial que merecen una profunda reflexión. Tradicionalmente, los ciudadanos que conformaban las mesas directivas de casilla eran los responsables de contar los votos, lo que aportaba transparencia y participación directa. Esa dinámica otorgaba un mensaje claro: los votos eran contados por los mismos ciudadanos que habían participado en el proceso electoral, fortaleciendo así la confianza en los resultados. Ahora, se ha decidido que estos votos serán trasladados a los consejos distritales para su conteo, un cambio que, aunque justificado por razones logísticas, no está exento de riesgos.
¿Por qué es preocupante este cambio? Por varias razones. Primero, se rompe la posibilidad de un conteo directo y rápido en las casillas, lo que históricamente daba certeza a la ciudadanía. En lugar de irnos a dormir con una tendencia clara la noche de la elección, ahora se estima que podrían pasar hasta 12 días antes de tener resultados definitivos. Esto erosiona una de las fortalezas más importantes del sistema electoral: la capacidad de brindar resultados oportunos que calmen tensiones políticas y sociales.
Además, se elimina la posibilidad de cotejo ciudadano. Hasta ahora, cualquier persona podía acudir a su casilla después de la jornada electoral y verificar los resultados directamente. Con los votos siendo transportados a los consejos distritales, este control ciudadano desaparece, generando una percepción de opacidad, aunque no necesariamente de fraude. No debemos subestimar lo simbólico que resulta para una democracia que sus ciudadanos puedan vigilar el proceso. La confianza no es automática; se construye con transparencia, participación y rendición de cuentas.
Este tipo de decisiones tiene un precedente preocupante en la historia electoral de México. Durante los años 80, los resultados se "ajustaban" en oficinas alejadas del escrutinio público. El ejemplo más emblemático fue la elección presidencial de 1988, marcada por un fraude que todavía resuena en la memoria colectiva. La lucha por superar esas prácticas llevó a la creación de instituciones como el INE, que con los años se consolidaron como garantías de procesos equitativos. ¿Por qué entonces permitir ahora medidas que, aunque justificadas como temporales, podrían dejar un mal precedente?
Uno de los mayores temores es que, si este mecanismo funciona con menor presupuesto y menor participación ciudadana, se intentará replicar en futuras elecciones. La excusa de la austeridad no debe anteponerse a la necesidad de elecciones limpias y confiables. Es cierto que el INE enfrenta limitaciones de recursos y que el contexto político actual no ha favorecido su fortalecimiento, pero la solución no puede ser adoptar que nos recuerden las prácticas que tanto se luchó por erradicar.
Los consejos distritales, instancias encargadas ahora del cómputo, también merecen una revisión crítica. Aunque formalmente son cuerpos ciudadanos, su estructura de designación en cascada —desde el consejo general hasta los locales y luego los distritales— diluye esa independencia ciudadana. No es una cuestión de desconfianza automática, sino de garantías institucionales. Si las estructuras responsables del conflicto no logran convencer a la ciudadanía de su imparcialidad, el resultado será un incremento de la desconfianza y del riesgo de conflictos poselectorales.
El otro gran factor de incertidumbre es la participación ciudadana. Las estimaciones actuales sugieren que apenas el 9% del electorado podría acudir a votar en estas elecciones del Poder Judicial. Aunque se trata de un proceso complejo y especializado, las instituciones deben prepararse para cualquier escenario, incluyendo una participación masiva. No debe asumirse ni normalizarse una baja asistencia como algo inevitable. La democracia no se sostiene solo con las autoridades, sino con la participación activa de los ciudadanos.
En este contexto, es fundamental que se tomen medidas para fortalecer la confianza en el proceso. La Suprema Corte todavía tiene un papel que desempeñar en este tema, ya que una decisión pendiente podría incluso aplazar la elección. Sin embargo, más allá de los litigios, lo importante es que el debate sobre la transparencia, la rendición de cuentas y la participación ciudadana siga siendo central.
Las democracias fuertes no solo se construyen con reformas técnicas, sino con el compromiso de proteger y fortalecer la confianza pública. Cada cambio, cada medida extraordinaria, debe ser evaluada con un solo criterio: ¿acerca o aleja a la ciudadanía de su derecho a tener elecciones justas, libres y transparentes? No olvidemos que la democracia es una solución a los conflictos, no un generador de ellos. Si comenzamos a sacrificar sus principios fundamentales por razones prácticas, estaremos poniendo en riesgo el equilibrio institucional que tanto trabajo ha costado alcanzar.
El reto es enorme, pero no imposible. Las instituciones deben demostrar que están a la altura, asegurando que, pase lo que pase, la ciudadanía pueda confiar en que su voto será respetado. Solo así podremos seguir consolidando una democracia que sea digna de orgullo y ejemplo, tanto dentro como fuera de nuestras fronteras.